Sólo me fijé en ello cuando iba a cocinar. Soy un hombre disperso y olvidé comprar un complemento que necesitaba para mis comidas en el encierro. Fui hasta el supermercado más cercano, a una cuadra de mi casa. Las calles desiertas y húmedas por la lluvia intermitente. Antes de ingresar al supermercado vi que los autobuses del TransMilenio pasaban casi vacíos, con cuatro o cinco pasajeros por unidad (eso, cuando llevaban pasajeros), y todos con tapabocas. Me quedé un momento allí, al borde de la acera, mirando sin ver. Jamás imaginé que Bogotá se me ofrecería tan desnuda y tan despoblada.
También vi que ya no había las filas de los días previos delante del supermercado. Al entrar, uno de los carritos de metal se deslizó hacia un lado, con mucha lentitud, y golpeó contra el barandal que separa la entrada de la salida. El retintín metálico hizo un eco agudo dentro del local y la cajera levantó la mirada hacia mí. Creo que ese sonido metálico simbolizaba bien lo infructuoso de mi búsqueda. Anaqueles vacíos, estantes sin mercancías, existencias agotadas. Apenas una señora, al fondo, rebuscando entre algunos tomates.
La cajera me reconoció, quizás porque siempre compro allí:
—¿Viniste a buscar la pasta?
Sonreí para intentar cubrir la expresión de culpabilidad.
—Te dije que la llevaras, y ya no hay.
—¿De ningún tipo?
—Nada.
—Bueno… Voy a ver si consigo algo qué llevarme.
Deambulé con una extraña sensación de haber vivido eso antes. Era como estar de vuelta en Venezuela, durante los últimos meses antes de mi salida. Quedaban algunos paquetes de galletas y varias cajas de productos de baño, cosas cosméticas. Y bastante jabón en polvo para lavar. Supuse que la gente, en sus encierros, no se preocuparía por usar ropa limpia de nuevo. Regresé junto a la cajera.
—¿Tienes idea de cuándo tendrán pasta de nuevo?
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Pues —dijo—, deberían reponernos parte de la mercancía hoy, en el transcurso del día, porque si no tendremos que cerrar.
—Ah, caramba…
—¿Te lo llevas?
Ambos miramos el frasco de salsa pesto que llevaba en la mano.
—Sí —respondí—, por favor.