El chat familiar, en WhatsApp, se ha convertido en un hervidero desde hace dos semanas. Nuestros viejos siguen en Venezuela y mis hermanas están en Costa Rica y en Panamá, cada una con sus respectivas familias e inquietudes; pero hacemos todo lo posible para mantener la comunicación fluida entre nosotros, videoconferencias grupales o intercambiando noticias e informaciones actualizadas sobre la expansión o contención del virus. Somos una de las tantas familias digitales modernas.
Hoy les avisé del anuncio oficial de cuarentena dentro del territorio colombiano. Dicen que vamos con retraso, porque es algo que debió haberse implementado hace días. Una de mis hermanas pregunta, quizás sabiendo lo disperso que soy, si tomé las precauciones debidas para sobrellevar el encierro obligatorio.
—¿Compraste ya lo necesario? ¿Estás bien?
Le respondo, un poco dubitativo, que creo estar bien, aunque… Ella nota mis puntos suspensivos de inmediato y pregunta si aún tengo oportunidad de salir, si el supermercado sigue abierto, el que me queda más cerca.
—¿El supermercado? —pregunto.
Ella abre mucho los ojos antes de seguir:
—¡Sí! ¡El supermercado! ¿Dónde carajos vas a comprar comida? ¡Espabílate!
Tardo un par de segundos en comprender.
—¡Ah! Tú te refieres a la comida, ya; no, chica, yo estaba pensando en otra cosa, tranquila…
—¿Qué cosas? —insiste mi hermana—. ¿Medicinas? ¿Compraste café?
Sigo respondiéndole con lentitud porque mi mente, a la par de escucharla, va por un sendero lateral:
—Sí. Ya compré el café…
—¿Y qué es lo que te falta, entonces?
—Pues… Es que… No sé… Estaba pensando en si debí haber comprado uno o dos libros más, pero capaz y ya cerraron la librería… ¿Será que…?
Mi hermana puso los ojos en blanco antes de colgar la llamada.