Tal vez lleguemos a esa calma, aun con prisa

La entrada Tal vez lleguemos a esa calma, aun con prisa se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.

POR ÁNGELA SEGOVIA

Una flor tiembla entre mis ojos cerrados cuando me siento en las escaleras solitarias de un descampado después de dejar al niño en la escuela y pasar por la farmacia a recoger la medicación. Me empujo los ojos con los dedos y una flor tiembla, negra, naranja y rosa, con pistilos. No me imagino llegando hasta lo alto de la pendiente, y luego seguir subiendo y subiendo hasta llegar a casa. Puede que al bajar con el niño fingiera alegría o atención. Puede que fueran reales, tanto la alegría como la atención. Corríamos porque llegábamos tarde. Cogidos de la mano corríamos. Él se cayó, pero no se hizo daño. Una nube de vaho sale de las alcantarillas. Podría quedarme aquí toda la mañana, podría tumbarme en esta esquina, y simplemente esperar. Eso es lo que queda más cerca de la flor, más cerca de lo que puedo imaginar. Más cerca de la escritura. Aún sin serlo. Pero finalmente me levantaré, subiré las dos pendientes, llegaré a nuestro pequeño piso, y me pondré a pensar acerca de este título que no puedo evitar convertir en pregunta.

¿LITERATURA CONTRA LA PRISA?

¿Acaso puedo yo creer que es posible una literatura contra la prisa? ¿Puedo creer en una literatura que no haya sido concebida desde la prisa? ¿En una literatura que sea –como a veces se dice– un antídoto contra la prisa?

Y en tal caso, ¿a quién debería afectar ese remedio contra la prisa que sería la literatura?
¿Al escritor?
¿Al lector?
¿Al mundo en general?

La prisa es necesaria a veces. Si llegas tarde al trabajo, tienes que ir deprisa. Si eres una posible víctima de un malhechor o si eres un fugitivo de la ley necesitarás ir deprisa. Si estás a punto de perder el tren porque te has quedado dormida entonces tendrás que darte prisa. La prisa se vuelve un problema cuando pasa de cubrir una serie de necesidades circunstanciales a convertirse en el estado natural que rige nuestras vidas. Esto no es nada nuevo. Todo el mundo lo sabe o más o menos lo intuye. Lo sabemos porque lo sentimos, quizás con más intensidad las que vivimos en ciudades. Quizás con más intensidad las personas que tenemos trabajos sin horarios. Y quizás todavía más las que solemos tener miedo.

La prisa parece haber estado siempre ahí, pero puede que esta especie de trenzamiento con ella se acentuara con la industrialización. Me acuerdo de esa escena de Tiempos modernos en la que Charlot tiene que probar un nuevo invento que permitirá reducir los tiempos de comida de los obreros. La escena es desternillante y angustiosa. La mazorca de maíz gira inhumanamente aproximándose a su boca. La máquina le obliga a comer los alimentos a toda velocidad. Una esponja le aplasta la cara para limpiarle los restos de comida. Los gestos de asombro y de aceptación de Charlot nos llevan a ese lugar casi místico de su obra, una concreción gestual de la tragicomedia.

Se me ocurre la idea de que un demonio capitalista hubiera creado una máquina como la de Chaplin, pero tan bien hecha, tan pequeña, tan imperceptible, que pudiera meterse en nuestros cuerpos, en nuestras mentes, en nuestras conciencias, sin que nos diéramos cuenta de nada. Esa maquinita de la prisa que casi todos llevamos dentro es perfecta para amplificar las ganancias de las empresas o de las instituciones o de los sistemas culturales para los que trabajamos. Sólo tiene el problema de que algunos cuerpos se queman tras abusar de ella. Entonces es necesario apagarla como sea. Pero esa máquina está tan dentro de nosotros que ya es parte de nuestra forma de vida. Y por mucho retiro de yoga, o meditación cotidiana que se haga, la máquina no se apaga, como mucho se engrasan un poco sus mecanismos para que después pueda reanudarse su labor con mayor eficacia si cabe. O quizás así se le meten actualizaciones. Se trata de un sistema muy perfeccionado. Pero no deja de ser una maquinita, y si está quemada, está quemada, así que la mayoría de la gente a la que se le ha quemado el cacharro, sobrevive como puede, es decir, sufriendo. Se puede sobrevivir años con esa maquinita hiriendo el cuerpo. Al cabo tal vez emergen enfermedades incapacitantes que nos sacan del partido durante algunas temporadas o tal vez, para siempre. En el mejor de los casos emerge una ansiedad crónica que después de cierto tiempo termina por resultar insoportable. Pero eso es fácil de tratar. Hay muchos medicamentos tremendamente útiles. Una amplia gama de ansiolíticos y antidepresivos de última generación que apenas producen efectos secundarios y que, de alguna forma, permiten que sigamos nutriendo a esa máquina que llevamos dentro. Bueno, esto que digo tampoco es nada nuevo. Todo el mundo lo sabe. En realidad, de todo lo dicho hasta aquí quisiera subrayar solamente una cosa, el uso de la metáfora. Una metáfora que convierte a la prisa en una maquinita quizás nos sirva de algo si nos ayuda a visualizar la prisa de la que hablamos como algo ajeno a nosotros, como un implante, como algo que podríamos sacar por medio de una delicada operación y aplastar contra el suelo a pisotones. ¿Quién no ha deseado hacer eso alguna vez con su smartphone? ¿Quién no se ha sentido repentinamente aliviado cuando, antes de reencontrarlo, creía haber perdido su smartphone? Sí, es probable que el móvil sea una extensión de la maquinita interior. Le carga la pila sin que nos demos cuenta. Nos la introduce más y más adentro de las venas. Si me examinara ahora mismo, diría que la maquinita está muy cerca de mi corazón.

Franz Kafka. Fuente: Wikicommons.

He querido demorarme un poco en esta sensación, la de que quizás una metáfora podría servirnos de algo. Quizás, no sé. Puede que parezca una fantasía, pero lo cierto es que muchas veces nuestro pensamiento da vueltas y vueltas sin siquiera darnos una respuesta de consolación hasta que algún gesto de naturaleza literaria entra en acción y cambia todo el panorama. Luego pensé que tal vez debía intentar volver a la pregunta del principio, no perder tanto el rumbo. Aunque quizás se trate justamente de eso, de perderse. ¿A quién debería afectar ese remedio contra la prisa que sería la literatura? ¿Al escritor? ¿Al lector? ¿Al mundo en general?

Si consideramos el problema desde el punto de vista del escritor, podríamos acordarnos de escritores como Dostoyevski o Dumas. Es sabido que Dostoyevski escribió algunas de sus obras más importantes a toda prisa, asediado por las deudas, que entregaba los textos apurando hasta el final los plazos, y que lo conseguía en gran medida gracias a su taquígrafa (y posteriormente esposa y editora) Anna Grigórievna. Alexandre Dumas, por su parte, tenía a varios escritores trabajando secretamente para él. Investigaban, hacían borradores, proponían la trama, para que Dumas finalizara el trabajo aportando el empaque final, añadiendo detalles y unificando la forma y el estilo. Su obra puede considerarse precursora de las «telenovelas», y su forma de trabajar un verdadero negocio.

Nos adentramos con estos ejemplos en el problema de la profesionalización de la escritura. Tal vez, cuando la escritura depende hasta tal punto del sistema comercial en el que se produce, es inevitable que los escritores lleven su maquinita a toda potencia. Que se acaben quemando, y pasando rachas terribles de bloqueo, pues ya no es habitual (ni mucho menos ético) contar con Annas Grigórievnas o «negros» que solucionen el problema. Yo misma he visto a novelistas desfilando como fantasmas por ferias literarias susurrando «no puedo más, no puedo más». Bajo esta perspectiva tal vez se confunda el ser escritora con el Ser escritora. Aunque de hecho ambas realidades conviven, la profesional de la escritura y la persona que se sienta a escribir -al margen del mercado- coexisten en una, a veces de forma afable, en ocasiones de forma angustiosa, a veces entran en conflicto y una domina sobre la otra, a veces es al contrario. Y en el fondo, puede que ambas se sientan azuzadas por la urgencia, la prisa.

Lo que quiero decir es que no sólo los escritores que se profesionalizan para poder mantenerse a partir de su tarea de escribir viven angustiados por la prisa a la que les arroja el sistema tecno cultural en el que vivimos. Hay ejemplos notorios de escritores no profesionalizados o escasamente profesionalizados que vivieron, que viven, asediados por la prisa, por la sensación de responsabilidad para con su escritura, por la obsesión absoluta de tener que estar escribiendo todo el tiempo.

Se me ocurren muchos ejemplos. Katherine Mansfield, que murió muy joven a causa de la tuberculosis y que aún en los estadios más agudos de su enfermedad se culpaba de no tener la suficiente disciplina para ponerse a escribir. Estos son algunos extractos de sus diarios:

«Me he propuesto terminar un libro este mes. Escribiré durante todo el día y de noche también, y lo acabaré, lo juro».

«Dios mío, Dios mío, ¡permíteme trabajar! ¡Qué tiempo desperdiciado! ¡Desperdiciado!»

«Siento este veneno llenándome lentamente las venas: cada partícula contaminando lentamente… No estoy tranquila nunca, nunca en calma, ni un instante».

«Hacer cualquier cosa –incluso escribir absolutamente por y para mí– me resulta terriblemente difícil. Dios sabrá por qué, cuando mi deseo es tan fuerte».

Pensemos en otra K.: Kafka. «Cuando no escribe –dice Blanchot en su ensayo De Kafka a Kafka–, Kafka no únicamente está solo, “sólo como Franz Kafka”…, sino con una soledad estéril, fría, de una frialdad petrificante a la que llama embotamiento y que al parecer fue la gran amenaza que temía». Y recoge esta cita de los diarios de Kafka: «Mi incapacidad de pensar, de observar, de comprobar, de acordarme, de hablar, de tomar parte en la vida de los demás es cada día mayor; soy una piedra… Si no me salvo en el trabajo, estoy perdido». Dice también Blanchot lo siguiente: Kafka no puede o no acepta escribir «por pequeñas cantidades» en la inconclusión de «momentos separados». Para él, el estado ideal habría de ser el de estar siempre escribiendo. Por eso no soporta el resto de sus obligaciones, su profesión, y su familia. «Su diario está lleno de observaciones desesperadas en que se repite la idea de suicidio porque le falta tiempo: el tiempo, las fuerzas físicas, la soledad, el silencio» —escribe Blanchot, y a continuación, algo que considero fundamental en lo que trato de plantear—. «Aunque se dé todo el tiempo a la exigencia de la obra, “todo” aun no basta, pues no se trata de dedicar el tiempo al trabajo, de pasar tiempo escribiendo, sino de pasar a otro tiempo en el que ya no hay trabajo, de acercarse a ese punto en que el tiempo está perdido y se entra en la fascinación y en la soledad de la ausencia de tiempo». Creo que me tatuaría este fragmento entero si me gustaran los tatuajes.

Podría seguir poniendo ejemplos, se me ocurren infinidad. Pero estos dos son bastante elocuentes. También he pensado en escrituras que recogen en su forma esta asociación con la prisa, esa ansia extrema. Un ejemplo reciente muy notorio es el de los libros de Ariana Harwicz. Pero creo que esta forma de la prisa también está presente en autores como Pynchon o Foster Wallace, en ellos con el doble matiz, pues también se aprecia en sus propuestas una especie de espejo monstruoso de los imperativos de velocidad del sistema capitalista en el que se ven insertos, como escritores estadounidenses de su tiempo. Una ironía que casi les acaba devorando.

Esta mañana tengo prisa. Tengo que terminar este artículo. Es el último día de colegio antes de las navidades y la jornada dura menos de lo normal. Así que llego a casa y aceleradamente recojo el pequeño espacio en que vivimos, enciendo la lavadora, conformándome de mala gana con el ruido que hará durante más de una hora mientras intento concentrarme, como si también ella quisiera apurarme. Escribe, escribe, escribe. He leído que prisa viene del latín, de priesa, que tiene que ver con apretar. No me extrañó mucho descubrirlo. Eso es justo lo que he estado sintiendo los últimos años, en los que he vivido una experiencia interior de prisa muy extrema: sentía que me apretaban, que el cuerpo me apretaba hacia dentro. He tardado mucho tiempo en darme cuenta de que criar a un hijo y escribir de forma tan entregada como antes de dar a luz era algo incompatible. Un tiempo que ahora me parece inconcebible. El tiempo en el que mi propia maquinita tardó en cortarme los cables del sistema nervioso. Casi cuatro años después y una depresión que por momentos me parece insoportable y por momentos luminosa empiezo a reconocerlo y por fin la maquinita se está apagando. Para mí el problema de la prisa tenía una doble cabeza, por un lado, el temor de que ser mujer, escritora y madre interrumpieran definitivamente una carrera ni siquiera demasiado profesionalizada, pero sí muy amada, como poeta. Y, por otro lado, y de un modo mucho más intenso, el temor de verdaderamente perder el tiempo de la escritura. Me refiero justamente a ese tiempo al que hace referencia Blanchot cuando habla de Kafka, ese tiempo más allá del tiempo, donde ya no puede existir la prisa. El miedo y la prisa son las cosas que quizás más hacen sufrir a un escritor, porque le impiden entrar en ese tiempo sin tiempo, en ese lugar ansiado, al que sólo se puede acceder haciendo un último gesto de desprecio hacia la temporalidad, un gesto de desprendimiento. Cuando no se consigue alcanzar tal estado, el lugar amado y atemporal de la escritura se convierte en una verdadera obsesión. El deseo se vuelve voraz, un deseo que para cumplirse necesita de unas circunstancias muy difíciles de conseguir. Una vez, en un documental, escuché a Paul Auster decir que todos los días dedicaba ocho horas a su trabajo de escritura. Y que a menudo sólo escribía una página y eso ya era un éxito. Así que los días que escribía dos o tres páginas eran una verdadera fiesta. Al principio me sentí aliviada. De modo que era eso, verdaderamente se necesita mucho tiempo a solaspara llegar a esa página, esa página que puede representar para nosotros el tiempo sin tiempo, esa página que para mí corresponde al lugar de la inspiración, el lugar en el que la conciencia y el lenguaje se mezclan y se hacen indistinguibles, portando así una especie de cosa cierta, algo del mundo que se traslada sin negociaciones toscas, limpiamente. Digo que al principio me sentí aliviada, porque ese escritor que aparecía elegantemente sentado en su despacho me daba la razón, se necesitan ciertas circunstancias especiales para llegar a ese lugar, no estaba loca, no sufría por sufrir, no era una mala escritora por no conseguir arrancarle a las dos horas que lograba conseguir por las noches, con mi bebé dormido junto a mí, y escribiendo a oscuras en mi teléfono, una gota de ese tiempo sin tiempo. Efectivamente se necesita tiempo real, tiempo que poder desperdiciar, y soledad real, no la extraña soledad acompañada de una madre. «La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo. Se desangra…», escribe Marguerite Duras en Escribir.

En realidad, el milagro fue que muchas veces sí lo conseguí. La prisa, esa prisa, no la de la maquinita, sino la prisa desesperada de la escritora que no soporta no escribir, me otorgó finas líneas de ese lugar ansiado, aunque ya no era una experiencia placentera, sino una experiencia de sufrimiento, una experiencia de estrechez. Y todo para llegar a ese ínfimo lugar ansiado, amado, y obsesivamente deseado. Siempre me ha parecido que la escritura es una forma de amor y por tanto lleva consigo la cara B del amor, la del terror a la pérdida de aquello que se ama. A veces vivimos en una cara, a veces en la otra.

Que la escritura, en su grado de intensidad más alto, está relacionada con la prisa más agónica, me parece ahora algo casi indiscutible. Cualquiera que se confíe a la escritura como una especie de salvación puede sentirlo, sea cual sea la obra que se produzca después, sea buena o mala. Todos los escritores que se han sentido quemados por esa necesidad han sentido esa clase de prisa, han sentido que algo les jalaba la espalda, han sentido que tenían que anotar eso que notaban llegando a sus dedos antes de que fuera demasiado tarde y que las palabras se marcharan para siempre.

También me parece que tras esa prisa, y aunque sea en la estrechez y en el agotamiento, todo el sufrimiento se ve compensado cuando se alcanza ese lugar, ese tiempo sin tiempo, esa única página, el estado auténtico de la escritura, que es comparable a una meditación profunda o al estado contemplativo ante un paisaje sobrecogedor o a cualquier acto de atención extrema, donde de pronto nos sentimos libres de las presiones de nuestra conciencia pero en connivencia absoluta con ella y con las demás cosas del mundo. Eso es lo que nos interesa de la escritura. Ese estado. Un estado salvífico. Al menos, es lo que me interesa a mí.

Me gustaría comentar algunos casos de autores que han reflexionado mucho sobre este momento, pero ya debería ir terminando. Citaré tan sólo dos pequeños ejemplos, El poema de la duración,de Peter Handke, y en general, la obra del cineasta Andrei Tarkovsky. Hay una escena de la película Nostalgiaen la que durante casi diez minutos un personaje intenta trasladar una vela encendida de un lado a otro de una antigua terma italiana. Cuando la vela se le apaga, él vuelve al punto de partida, la enciende y retoma el camino. Son diez minutos extremadamente emocionantes. En ellos se ve la lucha entre la calma y la prisa.

Con respecto al lector, creo que el compromiso de Auster, sin olvidar el privilegio que le permitía abordar su trabajo desde tal compromiso, es justo. Los libros nos sacan volando del tiempo cuando el escritor ha logrado salirse del tiempo en ellos. También han de cumplirse otras condiciones, por supuesto, el lector, igual que el escritor, no está exento de ellas. También necesita disponer de los privilegios de la soledad y de cierta anchura de tiempo para poder hacer ese último gesto de desprendimiento, de confianza, para entrar en el tiempo sin tiempo de la literatura.

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