La entrada Pablo Katchadjian se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.
«Siempre hay mucha vulnerabilidad en mis personajes: están confundidos, no entienden qué pasa, no saben si lo que hacen está bien»POR MUNIR HACHEMI

庖丁解牛significa, según el diccionario, «referido a alguien: que hace algo con gran habilidad». No es una definición del todo errada, pero habría que entender de qué clase de habilidad hablamos.
El dicho proviene de una de las historias de Zhuangzi. Un carnicero está despiezando un buey cuando un noble elogia su técnica. El carnicero le explica que no es una cuestión de técnica, que el secreto está en seguir a su espíritu y en no utilizar los ojos, en no esforzarse en cortar por donde se quiere sino preguntarle a las venas, los tendones y los huesos por dónde quieren ser cortados. «Llevo diecinueve años trabajando con este cuchillo», le dice al noble, «y no lo he afilado una sola vez. La hoja no tiene grosor alguno; hacer que algo sin grosor entre en un espacio con dimensión es baladí». En la metáfora Pablo es el carnicero, el castellano es el cuchillo y los lectores somos el buey.
Lo primero que leí de Pablo Katchadjian (Buenos Aires, 1977) fue Tres cuentos espirituales.Yo estaba en el doctorado y recuerdo una sensación lacerante al pensar: «sobre esto no se puede escribir desde la academia». Estaba harto de la avalancha de libros que parecen venir ya con su tesis doctoral correspondiente bajo el brazo y los Tres cuentos… me reenviaron a una modalidad infantil de lectura, a las largas horas tirado en la alfombra del salón de mis padres, leyendo Las mil y una noches. Había algo de absurdo en esos cuentos, pero también supe intuir una forma de verdad que se me escapaba. Más tarde leí El caballo y el gaucho, Qué hacer, Amado Señor, En cualquier lado, La libertad total… y Gracias, que me descubrió posibilidades narrativas inéditas y al mismo tiempo evidentes, como suelen hacer las obras verdaderamente geniales. Al mismo tiempo, me exigió otra forma de leer. Ante los libros de Pablo, no sería raro que un lector acostumbrado a la narrativa de trama o de tema sienta que lo que tiene ante sí es cualquier cosa, que lo que lee son textos que van a la deriva, incluso que le están tomando el pelo. Hay, sin embargo, un rumbo, que es el rumbo del viento y del oleaje, un ritmo que Pablo toca de oído, improvisando siempre sobre una superficie que contiene su propia verdad y cortando las crestas de las olas con ese cuchillo que no necesita afilar.
Los personajes de Pablo hacen cosas que en un inicio resultan incomprensibles. Alberto, en Qué hacer, dice «pero» donde no va, se empeña en la adversación. Ese titubeo es la forma que tiene el texto de hacernos saber que la lógica de lo cotidiano no opera aquí, que estamos ante otra forma de verdad, una verdad literaria que lo comanda todo y lo pone todo a su servicio. Una verdad que no se puede explicar salvo escribiendo Qué hacer, Gracias, Amado Señor…
En chino,脑 significa «cerebro» y significa «mar».脑es la mente, el mar del cerebro. Las circunvoluciones del mar de los sonidos –del lenguaje– son también las de nuestro cerebro. No es por ingenuidad que los textos de Pablo nos reenvían a la infancia; tampoco porque hablen de reyes, brujas o gigantes, sino porque configuran una música ajena, aunque hecha con las notas de siempre, una excursión por las rendijas que quedan entre las palabras, entre las imágenes y las ideas. Una lengua que se cuenta a sí misma, hecha de huecos microscópicos, nanométricos, pero fáciles de atravesar para el cuchillo sin grosor de Pablo Katchadjian.
Quiero empezar con una cita del primero de losTres cuentos espirituales. «Nuestra música se había profesionalizado en el mejor sentido posible; éramos verdaderos creadores: pensábamos todo el día en lo que hacíamos, nos conmovíamos con nuestras ideas y siempre dudábamos de lo que encontrábamos». Creo ver ahí una poética y también una forma de relacionarse con el mercado del arte, pero uno de los tres elementos de la serie no me cierra. ¿Qué significa «pensábamos todo el día en lo que hacíamos?».
Eso es lo que uno busca que le pase, ¿no?
¿Como una obsesión?
No, no es una obsesión. Es como si hubiera algo todo el tiempo trabajando por su cuenta. Eso hace que la escritura sea algo raro. Ayer, por ejemplo, me pasó algo así. Venía unos días escribiendo bien y ayer no salió tanto, se había trabado. Volví tarde, me senté en la computadora, miré un poco lo del día anterior mientras chateaba con amigos y de repente me cerró aquello que no entendía cómo resolver. Eran cosas que me entusiasmaban pero que estaban abiertas. Y eso es porque la cabeza siguió por su cuenta. Cuando la dejás trabajar salen cosas mejores. ¿Viste esas frases que leés y te quedan como guías? Hay una de Kleist que dice: «hay una parte nuestra que sabe más que nosotros». Hay que intentar que la que trabaje sea esa parte, ¿no? En términos de escritura, uno no quiere encontrarse consigo mismo, quiere encontrarse con otra cosa, o con otra parte no tan accesible.
Como lo que dices, en el prólogo deTres cuentos espirituales,acerca del título del libro: «se me ocurrió […] antes de pensarlo».
Sí, es eso.
Tengo una amiga, Xuan Le, que a veces dice que las cosas le hacen «cosquillas en el cerebro». Lo dice cuando no entiende algo o cuando lo entiende sin entenderlo.O cuando algo le produce cierta sorpresa intelectual.
Se podría hablar mucho sobre las cosas que pasan en tus libros, sobre la sensación dual, tensionada, de que claro, que obviamente iba a pasar eso, junto a otra, extraña, de que no se entiende por qué pasó. Y a veces creo que lo que escribes se entrega más a la lógica del lenguaje que a la lógica de los hechos. Y eso me hace cosquillas en el cerebro.
Es muy lindo lo de las cosquillas en el cerebro. Tiene que ver con lo que decías en la introducción del carnicero de Zhuangzi. El cuchillo hace movimientos inesperados. Como si la carne fuera algo que varía todo el tiempo, como la lengua. Eso me pasa a mí: estoy escribiendo y digo «¿a dónde está yendo esto?». Pero no porque sea un delirio o vaya a cualquier lado, sino porque me sorprendo de los caminos que, siendo inesperados, tienen tanto sentido. Cuando pasa, sentís que es obvio que era por ahí.
Las cosquillas se pueden pensar de dos formas, ¿no? Una es que te sorprendés porque el cerebro del otro es raro. La otra es que lo que le pasa a él te pasa a vos también. Yo, por ejemplo, redescubrí lo cursi, es algo que me encanta.
¿Y no te da miedo que el lector no te siga?
Sí, puede pasar, pero entonces algo salió mal. Es interesante, porque uno por ejemplo escribe y va desarrollando ideas que de alguna manera son posteriores y al mismo tiempo son propuestas que te hacés. Las ideas te empujan a ir más lejos en direcciones que descubriste y eso después te obliga. Cuando escribo, es como si tirara algo hacia adelante y después lo tuviera que ir a buscar. Y no sé dónde cayó.
Digo esto y sé que suena como si viviera en un estado de fluidez permanente, como si fuera una especie de taoísta natural. Pero es lo contrario: yo estoy tensado con eso; muchas veces, lo que busco son cosas que me saquen de lugares que ya no me interesan, que me traban, que me incomodan. Siempre está esa tensión entre lo que hacés y lo que sos en el momento en que lo hacés.
Me acuerdo de un día en que íbamos a ir de Villa Crespo a Palermo y yo me puse a mirar autobuses y tú dijiste que podíamos llegar en 20 minutos caminando. A mí me parecía imposible, me salían como 40, la app de mapas decía 40. Y llegamos en 20. Caminar contigo es también llegar siempre un paso por detrás, una especie de versión urbana de Aquiles y la tortuga. Eso pasa también al leerte. Al mismo tiempo, surge una pregunta sobre la velocidad, que parece no ser lo mismo que la rapidez. Como si el texto fuera una oruga: frenético cuando se mira de cerca y muy lento al mirarlo de lejos. Y ese frenesí está hecho de conexiones, de ideas que se disparan, de cosquillas en el cerebro.
Me acuerdo también de un día, en tu casa, en que me mostraste unas placas metálicas sobre las que andabas trabajando. Te habías comprado unos punzones con las letras del abecedario y me dijiste que estabas tratando de escribir lo más despacio posible. ¿Qué te pasa con la velocidad?
Yo pienso bastante en la velocidad, es algo que me atrajo mucho siempre. Mi primera impresión artística intensa fue a los 15 años, cuando escuché punk por primera vez y empecé a tocarlo. Me acuerdo de que un compañero del secundario me pasó un casette copiado: It’s Alive, de los Ramones. Llegué a casa, lo puse y no lo podía creer, era rapidísimo. Y otra vez que me pasó algo con la velocidad fue al leer Michael Kohlhaas, de Kleist. Viste que tiene una prosa alemana, oraciones largas… pero lo que pasa en términos de acción es muy acelerado, uno está siempre corriendo detrás. Claro, ahora digo estas cosas y me cambia la respuesta, iba a responder otra cosa. Bueno, hay algo de la velocidad que me atrae, como una ansiedad.
Al mismo tiempo, hay algo que se agrega en la lentitud, en quedarte dando vueltas en el mismo lugar. Hay novelas que no tienen más que una o dos acciones. No digo novelas experimentales, ¿eh? Y eso está bien. Para mí lo que hay detrás de la velocidad es timidez. Como cuando querés contar algo y no querés aburrir a tu interlocutor. La velocidad es algo intrínseco a mí, quizá algo con lo que tendría que lidiar. O con lo que lidio: convierto en un medio algo que es un problema.

Pero al mismo tiempo hay lentitud. Pienso por ejemplo enQué hacer, con los elementos que aparecen y desaparecen. Y enAmado Señor. En ambos se tiene la sensación de estar yendo a alguna parte, muy despacio en general pero mediante una lectura muy rápida.
Es que la velocidad se tensa con la lentitud. El ejemplo obvio: cuando una rueda gira muy rápido parece que está quieta. Pasa siempre: siempre que tensás mucho de un lado aparece lo contrario. Si querés que el texto sea demasiado estúpido, probablemente se vuelva inteligente. Si querés que sea inteligente, probablemente se vuelva estúpido. Si querés que esté muy bien escrito, probablemente termine mal escrito.
Vamos a hablar de tus libros. Empiezo con una pregunta rápida sobreEl Aleph engordado. ¿Por qué elegiste a Borges? ¿Por qué «El Aleph?».
No sé bien por qué elegí a Borges. Ya había hecho el Martín Fierro ordenado alfabéticamente,lo había disfrutado…y después no escribí más poesía. Lo de Borges fue una forma de empezar a escribir prosa. ¿Por qué hice eso? La verdad es que no sé. Lo que sé es que un día escribí en mi libreta: «engordar un cuento. Por ejemplo, “El Aleph”».
Entonces no sabes por qué elegiste ese.
Bueno, yo supongo que hay algo con lo monumental. «El Aleph», Borges, el cuento perfecto… Pensar que eso se puede transformar en una novelita. Habría algo de provocación, algo de divertirme…
¿Tienes pensado volver a hacer intervenciones de ese tipo? ¿Las haces y no las publicas?
Eh… yo lo haría, pero se me tiene que ocurrir una idea que me den ganas de hacer. Me encantaría, de hecho. Me divertí mucho haciendo «El Aleph». También fue un ejercicio que me impuso una forma de atención muy interesante con el narrador del cuento anterior, es como una colaboración y al mismo tiempo una invasión. Tenés que seguir su estilo sin imitarlo, ser vos sin ser demasiado vos… es un ejercicio interesante.
Me parece que en tus libros pasa algo con los límites del lenguaje y los límites del mundo. En lugar de acercarte a algo que ya sabemos designar, piensas otra cosa («pensar» no es el verbo, porque la creas en el acto de escribir) que sin embargo yaexiste, aunque no tiene nombre. Para mí eso es el Señor deAmado Señor. Uno termina el libro y sabe qué es, pero no podría explicarlo más que escribiéndole otra carta. Digamos que creas cosas que ni tú mismo puedes nombrar, salvo escribiéndolas. ¿Te resuena algo de esto?
Es el proceso de escritura de ese libro: cada vez que parecía quedarse en algún lugar, se movía hacia otro. Eso es, de alguna manera, dios, es el dios más clásico, que no se puede definir, no se puede ver, no se puede afirmar nada sobre él… Tiene que ver con ir escapando, ir esquivando. Es otra variante de la velocidad, ¿no?, la variación. Es algo que no está quieto, que te esquiva, que toma formas que no entendés y, cuando lo empezás a entender, ya tiene otra forma. En ese sentido es bastante místico.
Pero para mí hay algo,como un sentido que emerge. El Señor no es cualquier cosa ni todas las cosas. Es más bien como los agujeros de la mesa roída deLa vida: instrucciones de uso.Algo informe, pero concreto.
Y a la vez no es nada, ni siquiera un hueco. Eso es lo interesante: cuando el carnicero va cortando no hay huecos, los huecos los va formando él. Hay una idea que a mí me apareció escribiendo: hay que buscar la saturación, no el control. Si intentás controlar demasiado el texto es posible que no quede algo bueno. Un remedio contra eso es saturarlo: de sentido, de capas, de datos, de acontecimientos sucesivos… En un momento, vos mismo te perdés, cedés el control. Y lo mejor que te puede pasar es escribir perdido.
«El problema de la alegoría tradicional es que el peso de la enseñanza es tanto que el relato termina aplastado, porque el relato es una excusa, y a mí me interesa que sea al revés: que las enseñanzas salgan del relato como, digamos, frutos o frutas». Es una cita deUna oportunidad. Desde ahí, pienso queGraciases una alegoría no tradicional sobre el poder. Es decir: no sobre una cosa, sino sobre una relación. Por ejemplo, está el tema de la repetición: los hechos son los mismos, al protagonista le llevan el mismo desayuno una y otra vez, pero su posición en el campo de poder ha cambiado y por lo tanto la repetición es imposible.
Yo eso lo tomé directamente de Kafka. Él usa la forma de la alegoría, sobre todo en los textos breves, como «Ante la ley». En Una oportunidadestá esa alegoría que cuenta Jesús sobre un tipo que siembra semillas en el camino, en las piedras… hasta que por fin las siembra en la tierra. Me interesa fijarme en la perspectiva del tipo, que piensa: «¿Qué es esta estupidez? ¿Por qué tiro semillas en el camino? ¿Qué estoy haciendo? Creo que tiene un sentido, pero no lo veo, y eso me hace sentir un loco».
De todos modos, en la alegoría de Jesús es clarísima la enseñanza. En Kafka no. Y en Gracias yo no sé cuál es. Tiene una forma que invita a pensar en la moraleja de algo, pero yo cuando lo publiqué estaba inquieto, como el tipo de las semillas. Pensaba «¿qué estoy diciendo?». No se sabe, no hay una versión sobre cuál sería la moraleja.
En cuanto a la repetición. A mí me parece que las cosas más interesantes salen tocando, como en música. Un músico no dice «ah, sería muy interesante probar…». Está jugando y dice «uh, ¿y esto?». De repente ve algo que vibra ahí. No sabe qué es eso, qué pasa con eso, pero quiere usarlo. A mí me pasó con Gracias, no salió de un concepto. En ese sentido, mi posición es como la de quien lee. Puedo hablar de qué leí, qué me interesa, qué venía pensando… pero nada más.
Con la repetición hay algo muy infantil que también me interesa mucho, que es que cuando repetís algo da un placer enorme y empieza a pasar algo. Me acuerdo de que hace un par de años hice una lectura con Chini, un dibujante argentino que vive en Barcelona. Había instrumentos en el escenario y me dijeron que, si quería, los tocara. Me puse con la guitarra eléctrica. Había venido un metalero; le dije «voy a tocar “Rosas”, de La Oreja de Van Gogh» y él respondió «no, por favor». Le dije «sí, la voy a tocar, pienso que te va a gustar». Él insistió en que no le iba a gustar. Entonces la toqué y la canté. La primera vez no me gustó cómo me salió, así que la toqué otra vez. La cuarta vez pasó algo. Era la misma canción, no estaba haciendo una versión ni nada. Fue muy lindo, porque al final vino el metalero y me dijo que le había emocionado. Es lo que pasa con los rituales, los mantras, los encantamientos. Cuando empezás a repetir, todo se vuelve raro. Si en una novela repetís cinco o seis veces la misma descripción, hay un cortocircuito. En poesía pasa mucho, hay algo musical con eso. Repetir variando, repetir sin variar, los estribillos… No sé qué sería una novela con estribillo, algo rarísimo.
Como el catálogo de las naves de laIlíada.
Justo. Hay algo musical ahí. En la Ilíada están las muletillas que usaba el rapsoda para recordar y para armar el metro. Como «Aquiles, el de los pies ligeros», que uno dice: ¡bueno, basta, decí Aquiles! O los «bueyes de rotátiles patas». Pero es hermoso y uno no sabe por qué, ya que el metro se pierde al traducirlo.
De todas formas: ¿te interesa la cuestión del poder?
Sí, diría que el tema del poder me interesó siempre, pero el poder no. Que me haya gustado el punk tiene que ver con eso. Y siendo padre pensás mucho sobre el poder, qué es, quién lo detenta, qué es lícito hacer con él. Haciendo cualquier cosa pensás en el poder, aparece, y de alguna manera hay que mantenerlo alejado.
Tus cuentos nos reenvían a un estado de ignorancia y fascinación infantil. No es porque en ellos haya personajes arquetípicos como brujas, gigantes, reyes… pero los hay. ¿Cómo utilizas esos arquetipos?
Bueno, brujas hay en todos lados. En el mundo, claro, pero también en lo que escribo. Me acuerdo cuando leí Macbeth la primera vez, la escena de las brujas me pareció increíble.
Y yo poco a poco me fui acercando a la brujería. Yo necesito probar las cosas en la literatura, darme direcciones desde ahí. Hay mucho misticismo en mis libros, y creo que eso tiene que ver con que de chico era bastante racional, lógico. En un momento, para escapar, me empezó a fascinar lo que esquivaba a la lógica. No lo raro: lo que escapa a la lógica. Incluso en literatura: el absurdo, esas cosas que no te permiten abordarlas desde la lógica. O quizá no fue escapar sino seguir, porque la lógica extrema es absurda, como pasa con Aquiles y la tortuga.
EnGracias, El protagonista le dice a Hugo que no puede darles órdenes a sus compañeros, recién liberados, y Hugo le responde: «aún son esclavos, después los liberamos». Volvemos a las cosquillas en el cerebro y a la lengua que se cuenta a sí misma. No es que en tus libros no haya una lógica, sino que la lógica es la del lenguaje. Tienen una densidad propia del lenguaje jurídico, pero puesta al servicio de la literatura. Pasa también enQué hacer: pareciera que Alberto actúa de forma errática, pero hay una lógica invisible en lo que hace.También pasa enTres cuentos espirituales.
La libertad total es casi todo lógica del lenguaje. Justo en lo que estoy escribiendo ahora hay una discusión de pareja que se rige por esas reglas. Él dice: «mirá que esto no va a seguir existiendo» y ella responde «nada puede seguir existiendo». «No es una discusión terminológica», dice él, y ella replica: «sí que lo es». A veces, cuando ponés mucha atención en el sentido es como si no importara qué palabras usás, pero la elección lo cambia todo, porque el sentido ya está en qué palabras elegís.
Hay algo con lo de que si son o no esclavos, con el procedimiento… que es infantil. Los chicos tienen esa coherencia extrema. Yo lidio con algún aspecto de mi cerebro cuando trabajo con esas cosas, y creo que lidio profundizando.
Me ha encantado releer Una oportunidady creo que, efectivamente, es un libro de autoayuda para gente embrujada, que es toda la gente. ¿Tú estabas embrujado cuando lo empezaste? ¿Lo estaba tu escritura? ¿Te sirvió?
La respuesta a todo es sí. Lo del principio del libro es verdad: sentí que estaba embrujado, le pedí a una amiga astróloga el número de una bruja y me dio tres. «Una es tradicional, otra es moderna, otra tiene sus propios métodos», me dijo. Yo no sabía a cuál llamar; al final no llamé a ninguna y escribí el libro. Lo usé para desembrujarme, para entender el embrujo. Es en ese sentido que es autoayuda. Parece que lo digo con ironía, pero es autoayuda.
Yo también creo que es autoayuda. Y pienso que las buenas novelas no se pueden resumir. Por ejemplo, si resumesGracias lo matas, porque se pierde su uso particular del lenguaje. Pero parece que estamos ante unboom de la literatura «de tema» o «de trama». ¿Qué piensas de esto?
En Una oportunidad se habla de si una novela tiene o no «puntos de agarre». Es una forma horrible de decirlo, pero me hacía gracia llamarlo así.
Como las asas deGracias, ¿no?
¡Exacto! Si te dicen: «esta novela es sobre un tema importante que nos preocupa a todos»… eso es un asa, la agarrás de ahí. Después podés ni tomarte lo que está en la taza, no importa, pero la podés tener agarrada y eso te da alegría. Te permite no preocuparte de si la taza está caliente o no.
Para mí es un embole eso, yo estoy a favor de que no haya asas. Un vasito lo tenés que agarrar de a poco, estás medio preocupado… El asa te da seguridad y la literatura no sirve para dar seguridades. Lo más interesante, para mí, es cuando leés un libro y no entendés qué está diciendo, no estás seguro de si estás de acuerdo… Sin que sea un delirio, ¿eh? Te incomoda un poco y a la vez te atrae. Ese terreno ambiguo y confuso es lo más interesante de la literatura.
Obviamente, la literatura es tan amplia y generosa que podés escribir un libro increíble desde cualquier lugar de partida. Incluso desde un tema estructurado y de interés general. Pero cuando esa insistencia viene desde el mercado o desde la forma de vender el libro probablemente se pierda, porque lo interesante es poder escribir lo que se te cante, cuando se te cante, como se te cante…
Dejamos tus libros y empezamos a terminar la entrevista. Me has dicho muchas veces que te gusta Yung Beef. ¿Sabrías decir por qué te gusta?
Por muchas cosas. Creo que no me gusta por mí, me gusta por él. Lo escuché y pensé que estaba buenísimo. Hay pocas cosas que tengan duende y que además sientas que ese duende vibra con tu duende. No sé si puedo decir algo muy interesante al respecto, simplemente me conmueve. Es como con Camarón, por ejemplo: me encanta Camarón, me conmueve. Pero Camarón es más evidente, es más raro que me guste Yung Beef.
Hay pocas cosas que tengan duende y que además sientas que ese duende vibra con tu duende. No sé si puedo decir algo muy interesante al respecto, simplemente me conmueve. Es como con Camarón, por ejemplo: me encanta Camarón, me conmueve. Pero Camarón es más evidente, es más raro que me guste Yung Beef y no sé qué es
Lo que yo veo que os une y me gusta en ambos es la vulnerabilidad, que en Yung Beef además produce una tensión.
Está bueno eso. Nunca me lo habían dicho y creo que es verdad. Siempre hay mucha vulnerabilidad en mis personajes: están confundidos, no entienden qué pasa, no saben si lo que hacen está bien. Sí, está bien, a mí Yung Beef me conmueve por eso. Otros hablan de que la tienen clarísima, de que van a disparar a alguien… Y él dice eso, también, pero hay algo como tristón, flamenco, en la forma de cantar que tiene. Algo que lo hace muy vulnerable, sí, y me conmueve.
Te hago una pregunta para sacarme una curiosidad que tengo. En el tercero de losTres cuentos espiritualesla idea de lo falso es muy relevante. Un santo finge que no es santo para que no lo maten y después ya no puede hacerle creer a la gente que es santo, por más milagros que obre. En el primer cuento, al poeta fugitivo, en un momento los rastreadores le dicen que no saben si es un farsante y que ya no ven la diferencia. Ahora te cambio de tercio: en la «Posdata de 1943», Borges escribe que «el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph». Nunca he entendido eso. ¿Por qué piensas que Borges agregó esa idea?
Yo creo que es habilidad del narrador. Te monta algo, te lo explica y de pronto te dice: «¡ah!, pero no era». Es como la habilidad del carnicero con su cuchillo: es muy fácil hacerlo, sólo hay que estar dispuesto. «Pero era falso»… «¿¡Qué!?». También hay algo con terminar de hundir a Daneri, creo.
Me has hecho pensar en que a Borges le gustaba mucho la muerte de Don Quijote: «quiero decir que se murió». Es un final casi desganado, sobreexplicado, pero maravilloso. Pienso también en el falso final deUna oportunidad: «la próxima vez prometo emociones más precisas». ¡Es genial! Y luego el lector vuelve la página y la novela sigue.
¡Es verdad! ¡Y termina con eso de los perritos! Que también es una alegoría pero tampoco se entiende. La idea del libro es bordear el desastre, trataba de eso. Por ejemplo, escribí el capítulo dos, la entrevista con la policía. Luego lo releí y me resultaba muy claro que la novela quedaba mejor sin ese capítulo, por lo que se convertía en una peor novela. Pero esa novela peor a mí me gustaba más que la otra. Pasa lo mismo con ese doble final: es peor, pero es mejor, porque estás yendo a un lugar que no entendés, es totalmente inesperado… Es una cosa del punk, como esos finales de canciones con un eructo o una escupida o toses o risas o cosas que se caen y se rompen.
La otra vez pensaba que se puede analizar a cualquier escritor pensando que todos tienen todas las edades a la vez, pero en distintos porcentajes. Cuatro edades: un nene, un adolescente, un adulto y un viejo. Cada uno tiene una función. El niño sería el asombro, el capricho… es importantísimo. El adolescente es la parte anti institucional, medio punk, que quiere romper límites, y vive la intensidad y la emoción caótica, así que también es fundamental. El adulto aprendió alguna cosa, puede pensar que la usa, poner algún límite al capricho, poner un poco de disciplina y sentido común. Y al viejo ya no le importa nada, está de vuelta con lo acumulado, y accede a un saber antiguo, ancestral, casi estanco. Los porcentajes varían. Si domina el adulto es un embole, porque todo se vuelve muy razonable. Si tiene mucho de adolescente, falta un adulto que organice. Si es demasiado caprichoso, o demasiado ancestral y estanco, etc.
Terminemos con las preguntas de rigor. La primera: ¿qué estás escribiendo?
Estoy terminando un libro. Arranca mezclando la historia de Luca Prodan, el músico italiano que se fue a Argentina escapando de la heroína, con historias de los que estaban medio perdidos en Europa y se fueron a América buscando fortuna en los primeros años de la conquista. Es decir, lo que queda de esa mezcla es un personaje que es un tipo que huye de las drogas en Europa del siglo diecisiete, más o menos (no se dice) y se va al Nuevo Mundo a ver qué hace con su vida. Ese sería el punto de inicio; luego el tipo va buscando quién es, prueba mil cosas. Es herrero, soldado, indígena… Eso es lo que estoy escribiendo. No es un libro de la conquista, porque la escritura es como como la de cualquier libro que yo pueda escribir, y lo que le pasa al personaje, sus problemas, son actuales. Tampoco hay descripción antropológica ni nada así.
He notado que en tus textos no hay mucha intertextualidad, o no es explícita. ¿Cómo trabajas con eso? Y aparte: ¿cuáles serían tus influencias?
Sí, hay intertextualidad, pero no es explícita. En cuanto a las influencias, recuerdo que, cuando escribía poesía, hubo sobre todo dos autores que me afectaron: Martín Gambarotta y Ezequiel Alemian. Ellos eran un poquito más grandes, ya habían publicado. Luego hay muchos. Cada cosa que me interesa me da un nuevo permiso para mi sensibilidad, digamos, para explorar algo. No, no es «permiso», la palabra. Quizá es orientación o invitación. Me acuerdo de una vez que me estaba metiendo en el mar; el mar estaba bravo y había muchas piedras en la orilla, y entonces un tipo me hizo un gesto con la mano, como de que me diera la vuelta, y entré de espaldas y pensé «guau, qué fácil». Es una pequeña indicación, es eso lo que pasa cuando algo te orienta. Eso lo puede hacer cualquiera: gente que ya murió, gente mucho más joven… Me pasó, por ejemplo, leyendo el Gilgamesh, que sentí una familiaridad sin caridad. También con Kafka y con Kleist. Y con los Ramones y con muchas otras cosas.
¿Crees en eso de la «ansiedad de las influencias»?
No, no, para nada. Lo mejor que te puede pasar es que alguien escriba o haya escrito un muy buen libro y que te guste mucho. Podés hacer lo que quieras con lo que leés. La angustia, en todo caso, será porque no podés hacer lo que querés, porque no podés ver qué querés hacer y pensás que querés hacer lo que hace el otro, pero eso es otra cosa.
Última pregunta, quizá para alguien que quiera empezar a leerte. ¿Qué le dirías a un lector al que le frustra «no entender»?
Que está bien que no entienda. Aunque depende qué, ¿no? Mi ideal, me di cuenta el otro día, es que un libro sea raro y sencillo. «Sencillo» puede tomar mil formas, y «raro» también. Si no es sencillo, me parece, es porque está muy apoyado en cosas de la época que hay que saber previamente. A veces es interesante que un libro esté apoyado en muchas cosas de época y entenderlo, pero si no entendés por eso, bueno, sí, es un embole. Pero que lo entiendas porque es sencillo y accesible pero al mismo tiempo te parezca raro y entonces te des cuenta de que no lo entendés, ¡ah, eso sí!

La entrada Pablo Katchadjian se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.