La entrada Lo que sé de los vampiros, de Francisco Casavella se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.
«Mi experiencia de lectura de Casavella, de hecho, siempre se ha movido en ese terreno de irregularidad. El lector es capaz de encontrar secciones de maestría de manual (El primer tercio de Lo que sé de los vampiros ha perdurado a lo largo de décadas en mi memoria por algún motivo) y al mismo tiempo aventuras, riesgos y excursos literarios que no siempre salen bien. Ese es, precisamente, el tipo de artista que me interesa o que busco en mi experiencia lectora en una época, la actual, donde a pesar de la multiplicidad no es sencillo dar con la particularidad»
POR VÍCTOR BALCELLS

Tras un período de convalecencia y decrepitud y en busca de lecturas vigorizantes recuperé a Francisco Casavella, autor de culto catalán cuya prosa y personalidad recordaba únicas, irreverentes. Además, Lo que sé de los vampiros(2008), libro que comentaré hoy, se acercaba a un tema del que sin duda soy devoto estudioso. El coleccionar libros, cuadros, canciones y otras aproximaciones al vampirismo se ha convertido en una práctica habitual en mi formación: uno recomendaría de entrada la lectura de este libro dado que el vampirismo y sus mecánicas son aquí desglosadas -de forma particular, como veremos, única, se diría, a lá Casavella-.
Los primeros capítulos nos ubican en medio de una batalla de Leuthen, que enfrentó a Prusia con Austria en el contexto de la Guerra de los Siete Años (1757). En la primera escena, el gran monarca Federico de Prusia descubre lo imperdonable en el campo de batalla: a un pobre oficial acobardado. Se acerca al oficial en su glorioso caballo y en lenguaje callejero le dice: ¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?
Surgen aquí los primeros rasgos de la prosa de Casavella. El primero lo conceptualizaría como contraste festivo. Lo elevado y lo vulgar se interpolan en el texto. Nos ubicamos en el siglo XVIII pero lo hacemos con una prosa fresca, estilizada y al mismo tiempo de toques callejeros. Resulta inevitable pensar en el arranque de La Cartuja de Parma, de Stendhal, también ambientado en el fragor del campo de batalla y también representado de una forma que, en su momento, resultó innovadora. Leer a Stendhal produce la anacrónica sensación de estar leyendo a un autor contemporáneo: con sus precisas descripciones, la velocidad y frescura que imprime a la prosa la vemos también en Casavella, quien había ambientado sus anteriores novelas en su propio presente (El día del Watusi o El triunfo son ejemplos de ello) y no en un contexto histórico. Sin embargo, para Lo que sé de los vampiros se aproximó al género de la novela histórica con una disposición para el riesgo propia de un explorador del estilo. Es, sin duda, una novela irregular desde un punto de vista de «los patrones de estructura clásicos». Mi experiencia de lectura de Casavella, de hecho, siempre se ha movido en ese terreno de irregularidad. El lector es capaz de encontrar secciones de maestría de manual (El primer tercio de Lo que sé de los vampiros ha perdurado a lo largo de décadas en mi memoria por algún motivo) y al mismo tiempo aventuras, riesgos y excursos literarios que no siempre salen bien. Ese es, precisamente, el tipo de artista que me interesa o que busco en mi experiencia lectora en una época, la actual, donde a pesar de la multiplicidad no es sencillo dar con la particularidad.
A Casavella le gustaba decir que el novelista era un cazador de paradojas. Ese es, sin duda, otro de los rasgos. Si nos fijamos en la composición psicológica de sus personajes, además del don festivo del contraste, hay penetración psicológica, conocimiento del alma humana. Uno percibe que lee a un autor formado probablemente en escuela autodidacta. Él mismo dijo en una entrevista para la televisión nacional española: «Las clasificaciones son etiquetas falsas; las literaturas se superponen unas con otras». En el libro que tratamos vemos la práctica de tales palabras. Años después encontré estas mismas palabras materializadas en teoría literaria: The novel: An Alternative History, de Steven Moore, nos ofrece un panorama de la literatura universal alejado de las clasificaciones: el crítico elabora una historia de la literatura basada en voces personales y no en grandes movimientos. En esta escuela uno ubicaría a Casavella, impredecible, imaginativo. Cuando le preguntaron por qué había decidido ambientar su novela en el siglo XVIII, contestó en 2008 que uno encuentra parecidos inquietantes entre lo que se llama el despotismo ilustrado y situaciones presentes más familiares y más próximas. Las palabras tienen ya diecisiete años pero hoy siguen vigentes, incluso han tomado fuerza. «Son años», dice Casavella, «en los que el ser humano empieza a tenerse en mucha valía. La época de la razón. Pero no se llega a alcanzar la plenitud. Y esa incapacidad de llegar a humano es lo que yo creo que son los vampiros». Tiene interés en este contexto ver al novelista como un cazador de paradojas más que de verdades. Alguien capaz de representar en escena las zonas grises, los matices y sus contradicciones.
En efecto, el tipo de vampiro del que se habla en esta novela no es exactamente el vampiro esotérico que conocemos, chupador de sangre. Más bien otro tipo, mucho más común y reconocible en los contextos realistas del día a día. El vampirismo que busca describir Casavella es el propio de la decadencia, el engaño y el parasitismo dentro de la sociedad ilustrada. El protagonista es un joven noble gallego. Tras una vida condicionada por su linaje y expectativas familiares, toma una decisión crucial: acompañar a los jesuitas expulsados de España en 1767. A partir de ahí, se embarca en un periplo por diferentes países de Europa. Durante su viaje, Martín se convierte en parte de una sociedad itinerante, un grupo de personajes dedicados al engaño, la estafa y la manipulación de la aristocracia. En este entorno, se mueve entre visionarios corruptos y artistas charlatanes que, con sus máscaras y discursos filosóficos, terminan moldeando la sociedad de su época. Estamos pues, ante una genuina representación del engaño como parte fundamental de la condición humana. Resulta pertinente la ubicación histórica porque se retrata la transición de la nobleza del Antiguo Régimen a una nueva era de apariencias que refleja a una sociedad donde la hipocresía y la manipulación son las verdaderas fuerzas en juego.
Es, precisamente, la naturaleza histórica de la novela, el hecho de que esté ambientada en el siglo XVIII, lo que la hace por su tema una lectura muy pertinente en nuestro tiempo y tal vez la novela de Casavella más atemporal (a pesar de que los críticos hayan entronado -no injustamente- a El día del Watusi como la gran obra de Casavella y de que muchos de ellos consideraran esta pieza como una cierta concesión a la literatura más comercial por parte del autor. En efecto, fue acreedora del Premio Nadal en 2008, una distinción muy notable para alguien que ya llevaba una carrera literaria meteórica pero underground).
El conocimiento del alma humana y la descripción de la mecánica del vampirismo nos llevan a la composición de personajes. Uno emerge de la lectura con el vivo recuerdo de nombres y personas. Décadas después yo todavía recordaba las sombras de tales figuras. Los arquetipos que diseña Casavella dejan impronta. Dentro de la categoría del visionario corrupto podemos ubicar en Lo que sé de los vampiros a Benvenuto Fieramosca. Experto falsificador de pinturas y dibujos, contrabandista charlatán con quien el lector se aclimata al tono sin duda cómico (aunque contenido) de la novela. Otro personaje reseñable es el conde Cagliostro, esotérico visionario, definido como un «sombra hechicera, el reverso de un héroe». Se le menciona en el contexto del **asunto del Collar de María Antonieta**, donde, a pesar de haber tenido un papel secundario, fue envuelto en la polémica por su fama como ocultista y alquimista. En la obra, se sugiere que su notoriedad se debe más a la capacidad de la sociedad para generar mitos que a sus propias acciones, como suele ocurrir con las grandes figuras esotéricas que adquieren fama y relevancia entre la opinión pública.
Tenemos, pues, a una novela realista que sin embargo coquetea de refilón todo el tiempo con el esoterismo. Casavella muestra aquí una precisa documentación y atención al detalle. Del propio Cagliostro sabemos que tiene relación con la masonería y ciertos grados de iniciación, y que ha consagrado parte de su vida a la búsqueda del elixir de la vida. Aunque nos encontramos en la época del asentamiento, del fundamento de la razón, impera la superstición (en este sentido veo una conexión clara entre ciertas películas del cine de Albert Serra y la obra de Francisco Casavella. Incluso en el tono hay afinidades notables a la hora de retratar contextos históricos con vocación atemporal). Esta novela realista, que como otras de Casavella se desparrama, es extensa y prolija, variada (aunque de capítulo corto, rápido), acaba conformando un auténtico compendio de ocultismo. Se profundiza en toda clase de disciplinas en las escenas ambientadas en la corte del príncipe Carlos de Gottorp (desde quiromancia hasta oniromancia, hidromancia o xilomancia, por mencionar rarezas); existe una profundización notable en el asunto de los masones y su oculto poder político-esotérico. Es, sobre todo, ese castillo de Gottorp el que parece aglutinar las fuerzas mágicas en pugna y decadencia: «Dicen que aquí se operan curaciones milagrosas. Que los abedules, los nogales y los abetos de los bosques de Schleswig se han convertido en manantiales de un fluido benéfico. Que interrogamos a los sonámbulos acerca de la Caída de los Ángeles. Que adivinamos el porvenir combinando las ochenta y seis formas de adivinación tradicional». Resulta pertinente destacar un pasaje como este para observar que, en todo momento, en la prosa del autor existe un interés por el estilo, por el sonido, la prosodia: «¿O acaso me semejo a aquel que abandona esos altos y esotéricos estudios después de afirmar con la tez pálida, con las mejillas hundidas y cenicientas, briago de melancolía, ya en el gradiente de la locura, “Esto no le importa a nadie, ni a mí mismo”?». La oscilación entre los contrastes es la clave de la novela. Entre lo elevado y lo bajo, entre el seco realismo y el etéreo esoterismo.
Tal y como mencionamos esta disposición por la documentación y a su vez por el contraste obtenemos en la mixtura elementos particulares. Hay un uso anacrónico del hablar de los personajes: parecen mucho más contemporáneos de lo que son. Esto se lo afeó un crítico en un suplemento literario y Casavella, en una entrevista, tuvo una fina respuesta: «No creo que sea tanto una cuestión de lenguaje como de un concepto nuevo, arriesgado y, por qué no decirlo, brillante de plantear una época pasada. El crítico me produce una extraña ternura. ¡Tantos años sin entender nada!». Vemos aquí al autor defendiéndose, irónico. No faltaron las malas críticas para el libro. Lo acusaron de tener una trama plana o de lectura tortuosa, apelativos que resuenan y que suelen aplicarse de forma prejuiciosa a los escritores de naturaleza transversal y estilista. Ese famoso y nefasto uso del término «irregular» como cosa negativa del arte ha sido siempre para mí un signo positivo, una señal de balizamiento para mí, ávido buscador de voces únicas.
Es, por último, el espejismo de la Historia el que sale a flote a través de esta monumental novela. La representación de la historia como una gran falsificación es la tesis principal que se defiende en la obra. En la época de los grandes ideales ilustrados asistimos a la representación festiva de un macabro reverso: la sucesión de farsantes, estafadores y manipuladores que construyen el futuro a base de engaños. Es una novela que nos hace pensar en lo enmascaradas que están ciertas representaciones históricas fijadas a través del instrumento de la propaganda. Uno piensa por ejemplo en Tácito y su exquisita prosa y tiende a olvidar que sus Anales eran un instrumento político fundamental, más que un puro y desinteresado libro de historia. Casavella consigue representar una contradicción de la que el ser humano no se ha despojado todavía (más bien ha profundizado en ella, caído). Como mencionó el propio Casavella: «Todo es terrible, pero nada es serio, que no hay demasiada esperanza, pero que todo es una especie de broma, que nada es blanco o negro, sino que todo es blanco y negro».
Dado que había escrito sobre los vampiros del siglo XVIII, le preguntaron en más de una ocasión por los actuales, por sus vampiros contemporáneos. ¿Y los de ahora quiénes son? Su respuesta más emblemática: «¿Y los de ahora quiénes son? Quizá vivo en un momento en que casi todo el mundo me parece vampiro. Hay vampiros benéficos, sí. Pero todos somos vampiros de todos».
La entrada Lo que sé de los vampiros, de Francisco Casavella se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.