La entrada Pablo García Casado: poemas para llorar en el supermercado se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.
POR JUAN DOMINGO AGUILAR

«Me gustaría que hubiera poemas en la caja del supermercado» dice la poeta estadounidense Sharon Olds en una entrevista de 2023. Poemas útiles que se pudieran comprar en cualquier local 24/7, como un neón, una vela para iluminar las horas más oscuras. Algo así podrían ser los poemas de Pablo García Casado: un botiquín de primeros auxilios para sobrevivir a los domingos malos. Si los textos de este autor se vendieran en estos establecimientos, tendrían un lugar reservado junto a los condones, encima de los packs de ahorro de pañales, al lado del zumo, sobre la estantería de las botellas de aceite de oliva virgen extra y otros productos desechables.
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Un primer plano: durante mi estancia en una beca de creación en el año 2019, Pablo y yo nos veíamos quincenalmente en algún bar o cerca de la Filmoteca para hablar de fútbol, cine y libros. Siempre en ese orden. Aparecía a lo lejos con una camiseta y zapatillas negras, dando grandes zancadas, con esa manera de andar que parece convertirlo en un portero de discoteca, protagonista de alguna película de Jim Jarmusch, que rompe a llorar cuando vuelve a su casa de madrugada. Con ese porte rudo pero tierno, palmeando tu espalda lo suficientemente fuerte para, como en sus poemas, hacer el daño justo, como esas patadas cariñosas que Franco Baresi, Cannavaro o cualquier otro central de la vieja guardia daban a escondidas cuando se lanzaba un córner a un delantero.
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Alejo un poco la cámara: es el año 1997 y un autor de Córdoba con veinticinco años está a punto de revolucionar la poesía que se escribe —y que se escribirá— en su país durante las próximas décadas con un pequeño libro: Las afueras. Hablo del que quizá sea el libro más importante de finales de siglo para la poesía escrita en España, publicado por DVD Ediciones, la que seguramente también, fue una de las mejores y más míticas editoriales de este género en nuestro país y que fue referencia para otras que vendrían. Los poemas de este libro se convertirán en la ansiada respuesta para los que buscaban otra manera de enfrentar la poesía contemporánea por fuera del canon. Tratan sobre el amor, el desamor y la ausencia de ambos, pero también de la intimidad, la muerte, la sexualidad, la familia y la decadencia de un país que soñó con el éxito para muchos y al final se lo quedaron unos pocos. Lo mismo ocurrirá con el resto de su obra poética, que integra otros títulos destacados como El mapa de América(2001), Dinero(2007), García(2015)o La cámara te quiere (2019) y que se consolidará como un faro, siempre periférico y cambiante, hasta el punto de que su estilo se volverá tendencia para las generaciones de poetas más jóvenes y, como ocurriera en su día con Jaime Gil de Biedma y su poema “Contra Jaime Gil de Biedma”, todos en algún momento intentaremos imitarlo.
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Centro el plano: es el año 2015 y un grupo de amigos en Granada se pasan de unos a otros poemas de autores que les gustan. Uno de los que circula es “Dixán”, «por qué se secará tan lenta la ropa por qué persisten / las manchas de grasa de fruta y de tus labios / si dixán borra las manchas de una vez por todas», esa pequeña oda a la cotidianidad, «por qué la aspereza de las prendas la sequedad de su tacto / si pienso en tus manos en tu modo de mirarme de decirme / que por culpa del amor habrá que lavar las sábanas de nuevo», ese texto que funciona como una de las monedas que hay que echar en las lavanderías para que arranquen los aparatos, «preguntas tristes tristes como todos los anuncios de detergente», pequeños trozos de metal redondos que al caer dentro de las máquinas provocan un sonido que, como el poema de García Casado, permanece durante un rato largo en nuestra cabeza. Unos versos que mezclan los paisajes nocturnos más crudos del imaginario americano: París, Texas de Wim Wenders, los libros de Sam Shepard, los poemas de John Ashbery y Raymond Carver o los cuadros de Edward Hopper —antes de que se manosearan tanto que pasaran a formar parte del mainstream cultural—pero también ecos de la obra de autores fundamentales de nuestra tradición como Cernuda o Machado.
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Me centro todavía más: es el año 2025 y tengo que sentarme y escribir lo que significa Pablo García Casado para mí en apenas mil doscientas palabras. Intentaré hacerlo fácil: hablamos de una obra atravesada por una fuerte presencia de la cultura pop, pero no de una manera elitista ni culturalista como en generaciones previas, sino como parte de un paisaje rutinario y deformado, como los espejismos que aparecen por todas partes en el desierto cuando llevamos días sedientos; partículas que recuerdan a los claroscuros del cine de David Lynch, son el telón de fondo sobre el que se desarrollan estas pequeñas historias de la clase media española y sus naufragios.
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Me quedan pocas palabras. Enfocaré todavía más el obturador de la cámara: hablamos del cronista de una época, o más bien del paso de un país a otro, de una generación que creyó que en España todo era posible sin importar el precio, desde ganar un Mundial de fútbol hasta construir el enorme sueño de la clase media a base de grandes edificios que cubrieran el cielo, de una generación que pasó del coche viejo al recién estrenado, que cuando abrió los ojos se despertó sola, con los calcetines llenos de tristeza y deudas. De los hijos que se convirtieron en padres antes de que internet pudiera notificárselo, de la España que soñó con el ladrillo y se despertó en el lodo, de los García, los López y el resto de primos que como herencia familiar preparaban las oposiciones a funcionarios. La obra de García Casado representa todo lo que todavía nos hace creer que es posible escribir poemas duros, secos, como un palo que se rompe en dos, pero huyendo de cualquier malditismo. «Quiero poemas útiles», dice Sharon Olds en otra entrevista. Eso es lo que encontramos cuando abrimos cualquier libro de Pablo: las latas de cerveza abandonadas junto a viejos electrodomésticos en mitad del campo, la belleza propia que tienen los ahorcados.
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Primerísimo primer plano: la última vez que lo vi en 2019, era domingo y quedamos para tomar café. Llegó y aparcó su bicicleta junto a la mesa de la terraza del bar. El Real Madrid había perdido dos a cero y el café se enfrió mientras discutíamos de los errores que había cometido Zidane en el último partido como si diseccionáramos un poema verso por verso. Pasadas dos horas, llegó su hijo en una bicicleta más pequeña para recogerle. Los dos hicieron un gesto con la mano de despedida y se marcharon sin mirar atrás, con la felicidad de los que saben con certeza que al final de la tarde siempre habrá alguien esperándoles impacientes en casa, los dos en sus bicicletas, como dos viejos caballos metálicos que chirriaban en dirección hacia el río cuando el sol estaba bajando.
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