La entrada Andrés Felipe Solano y Hernán Ronsino: «De rombo en rombo: la vida no es sueño, es insomnio» se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.
COORDINADO POR VALERIE MILES

VALERIE MILES
Desde la gélida belleza de una tormenta de nieve en las montañas de Seúl hasta el asombro de una tormenta eléctrica en el cielo del campo argentino a 43 grados, las palabras insomnes de estos escritores cruzan fronteras, fallas geológicas, movimientos telúricos y habitaciones de hotel. Andrés Felipe, colombiano-coreano, y Hernán Ronsino, argentino, se conocieron hace varios años en una mesa de la Feria del Libro de Guadalajara. Se reconocieron. Ahora, tras este largo y extraño viaje, asistimos a su reencuentro a través de la escritura.
ANDRÉS FELIPE SOLANO
Seúl, volviendo de Bangkok
Querido Hernán,
Me alegra saludarte. La última –la única– vez que nos vimos fue en Guadalajara hace unos buenos años. La mención de Onetti en la charla que compartíamos nos hermanó, eso sentí. Como un saludo secreto masón, ya no tuvimos que decir más.
Escribo desde Seúl, sin embargo, mi cabeza todavía está en Bangkok. Pasé unos días allá refugiado del cruento frío coreano, que congela ríos, tuberías y cerebros. Necesitaba recoger calor. En la novela que intento escribir hace bastante calor. Era mi tercera vez en el mismo hotel. Construido en los años cincuenta, se dice que fue el primero con piscina de la ciudad. Su historia da para todo tipo de especulaciones. Un alemán abandona su país justo después de la Segunda Guerra mundial y cambia de vida. Se casa con una aristócrata tailandesa y abre un hospedaje en el lejanísimo reino de Siam. Setenta años después conserva el mobiliario de la época, aunque ya no acoge gente rica. Las habitaciones son monacales, no hay televisor ni minibar, a veces se va el agua caliente y las ancianas que limpian las habitaciones se olvidan de cambiar las toallas. Al subir las escaleras no es raro cruzarse en el segundo piso con la viuda del alemán, que camina asistida de dos enfermeras. Otra cosa es el foyer de paredes rojas y doradas, piso ajedrezado y reading room listo para recibir al príncipe heredero. Como entenderás, en un hotel de este tipo, la imaginación de alguien que escribe tiende a descarrilarse. No soy muy bueno con los cuentos, apenas he escrito cinco en veinte años de andar en estas, pero tarde o temprano escribiré uno sobre algo que me pasó en ese hotel la segunda vez que lo visité. Estaba con mi esposa, ella leía al lado de la piscina y yo nadaba. En un momento me recosté en una esquina, con los brazos abiertos, cara al sol. Desde el otro lado vino caminando una niña rubia de unos trece años. Se tiró en el piso sobre su vientre, justo a mi lado y empezó a cantarme al oído una aria de ópera. Solo estábamos ella y yo. La incomodidad no demoró en aparecer, en cualquier momento su madre bajaría a ver en qué andaba su hija, así que la dejé ahí y me fui nadando despacio, pensando en lo que había sucedido, hasta quedar frente a mi esposa. No tenía intención de decirle nada al respecto. Yo sé. Vi lo que hizo. La oí cantar, me dijo.
En aquel hotel se suelen quedar muchos escritores. Sus libros están expuestos en los corredores. Escritores sin dinero, para nada famosos. Quizá el único que reconocí es el excéntrico William T. Wolmann. Ahora que te menciono todo esto, pienso en El Hotel, un proyecto de la artista Sophie Calle. En febrero de 1981 trabajó de camarera por tres semanas en un hotel en Venecia. Llevó un diario y tomó fotos de las doce habitaciones de las que estaba encargada. “Mientras cumplía con mis deberes de limpieza, examiné las pertenencias de los huéspedes y observé a través de detalles, vidas hasta entonces desconocidas para mí”. ¿Quién era esa niña y por qué atravesó la piscina y se hizo justo a mi lado para cantarme?
Me gustan las novelas con hoteles. Ese espacio donde la vida entra en suspensión. Sin que me lo haya propuesto, en mis libros siempre aparece un hotel. En el que trato de escribir hay un hotel de pueblo al lado de un río. Recuerdo que en Una música, tu último libro, hay un hotel al principio. En Los adioses, uno de los cuatro picos más altos de la cordillera Onetti, un hotel habita el corazón del misterio. ¿Recuerdas un hotel en particular? ¿Duermes bien en una cama que no es la tuya, sueñas más de lo normal en un hotel? ¿Puedes escribir en un hotel? Yo solo puedo hacerlo después de colgar una toalla en el espejo que casi siempre hay sobre el escritorio. Abrazos, Andrés Felipe
HERNÁN RONSINO
Benítez
Querido Andrés Felipe,
Que alegría poder conversar así, en otro registro, sin urgencias y con la posibilidad que ofrece toda correspondencia, es decir, detenernos en los detalles, abrir derivas sin justificar nada. Me atrae tanto este género que hace cerca de 15 años con unos amigos de la facultad nos embarcamos en un proyecto hermoso: hacer una revista compuesta completamente de cartas. Hasta había una sección de crítica de libros en la que cruzábamos al crítico con el autor. Recuerdo una en la que Carlos Busqued hablaba de su novela Bajo este sol tremendo, que acababa de salir. Pero no sólo me atraen las cartas, también los hoteles. Y en especial los hoteles de provincias.
Hace unos años estaba obsesionado con recorrer los hoteles de provincia con el objetivo de poder escribir un libro de poemas. Entrar a los hoteles de provincia de pueblos y ciudades de diversas zonas de la Argentina y componer una mirada que condense algo de ese tiempo, de esa espera, de esa ventana hacia otro lado que es todo hotel. Pero ese viaje sucede cuando puedo y cuando me invitan a alguna feria o alguna charla; y los poemas me cuestan, tal vez les tenga demasiado respeto. Me consuelo con la idea de tener un proyecto a largo plazo: tal vez escriba para poder aprender a componer ese libro.
Una vez viajábamos con unos amigos a la costa argentina, a la playa, y en medio del viaje, entre unas sierras, se desató una tremenda tormenta: truenos, viento y granizo. Mi amigo, el conductor, entró en pánico porque la pedrada comenzó a rasgar el parabrisas, así que buscamos refugio en el primer parador que encontramos. La tormenta iba a durar toda la noche, esas cosas se comprenden rápido en el campo, por eso decidimos dormir en unas piezas que estaban atrás del parador. Pero había una sola habitación disponible, la otra funcionaba como un prostíbulo. Los camioneros desfilaban sin descanso. Se oía todo. Las paredes eran delgadísimas. Recuerdo la voz nerviosa de un hombre que cuando entró dijo que necesitaba hablar con alguien, que las tormentas le hacían pensar cosas feas. La mujer, imaginé, lo abrazó, agotada seguramente, agradeciendo esa pausa. Se quedaron en un largo silencio que era atravesado cada tanto por el sonido de los truenos.
Desde mitad de diciembre estoy en un pequeño pueblo en la pampa argentina, tiene 80 habitantes. Hace unos días se organizó en el club San Martín el carnaval y llegaron de distintos pueblos de los alrededores cerca de 1500 personas. Es decir, se multiplicó en 15 veces la cantidad de habitantes. Hay un solo almacén y allí compramos todo lo necesario y nos enteramos también de lo importante. No se necesita nada más. Hasta uno se olvida de necesitar el dinero: solo cada tanto, cuando falta algo para comer. Me vine a pasar el verano y a escribir la nueva novela que avanza poco a poco. Estoy convencido de que los contextos nos modelan como si fuéramos de barro y, en un gesto de adaptación vital, tendemos a olvidar ese molde en el que encajamos. Pero no solo me refiero a los entornos territoriales, lo que puede significar una ciudad con sus metros cuadrados. También estamos siendo sutilmente modelados por algoritmos y sus redes virtuales, ¿no? Aunque es difícil estar lejos de eso, acá uno siente cierto alivio.
Pero también, sin duda, me siento un poco impostor entre domadores de caballos, agricultores, peones rurales: un escritor no encaja en esa rutina. Te habrá pasado en ese magnífico libro que es Salario mínimo. Esa convivencia con los obreros de la fábrica (me parece hermosa esa escena que contás en la que tus compañeros de fábrica te hacen una despedida, ese discurso que da uno de ellos que pareciera saberlo todo). Pero más que nada en la fantasía de ser otros, de vivir la vida de otros. ¿No es esa, acaso, la fantasía que abre una habitación de hotel? ¿No es acaso eso mismo lo que siente Brausen en la pieza de hotel en La vida breve preparando el terreno imaginario para fundar una ciudad?
Contame que pensás de todo esto, te envío un poco de calor desde el sur (ayer llegamos a 43 grados y pasó una tormenta eléctrica bellísima que se llevó la luz y varias ramas de los árboles, ojalá podamos hablar de la belleza de las tormentas: ¿cómo serán en Seúl?). Un abrazo grande, Hernán.
ANDRÉS FELIPE SOLANO
Me alegra mucho poder hablar sobre el tiempo contigo. Alguna vez leí uno de esos decálogos para escritores en el que un sabio decía que nunca se debía empezar un poema, un cuento o una novela, o lo que fuera, con una mención al tiempo. Inútil, como todos los preceptos sobre escribir. Hablemos entonces de tormentas. En el verano, durante la estación de lluvias monzónicas, las tormentas se desatan en Corea y te juro que hacen pensar en un dios rencoroso. Con decirte que en el malecón de una ciudad al sur hay una roca del tamaño de una camioneta. Tiene grabada una inscripción en la que se informa que voló cientos de metros envuelta en un tifón. La dejaron ahí, quizá a la espera de que en el futuro otra tormenta se la lleve a una playa diferente. Pero de la que más me acuerdo aquí, en Seúl, es de una tormenta de nieve. Caminaba por una montaña a la que voy seguido, está muy cerca de casa. Todo blanco a mi alrededor, como si un gigante hubiera tendido una inmensa manta sobre los miles de pinos rojos que la pueblan. Caían algunos copos y yo seguía adelante, en trance por ese blanco sobre blanco. Un hombre iba delante mío, a unos veinte, treinta metros. Era un día entre semana, solo estábamos nosotros y la montaña. Los copos se multiplicaron con más y más intensidad, aunque solo me inquieté de verdad cuando ráfagas de viento empezaron a acompañar a la nieve y a borrar el rastro del camino. Me detuve. Dudé en seguir. Vi que el hombre, por su parte, se adentraba en la montaña a paso decidido hasta que desapareció de mi vista en un recodo. Aceleré y en un menos de un minuto llegué al punto donde lo había perdido y ya no pude encontrarlo por ningún lado. La ventisca me obligó a volver. Cayó nieve por horas. Esa noche supimos que había sido una de las peores nevadas en muchos años. Durante los días siguientes estuve atento a las noticias por si mencionaban algo relacionado con la montaña y un hombre desaparecido. Nada. Meses después, una historiadora vino de visita a mi casa y apenas atravesó la puerta hizo este comentario: ¡Ah, vives muy cerca de Namsan! En esa montaña los japoneses enterraban a los fusilados. Se refería a los miembros de la resistencia durante la época colonial. A principios del siglo XX, Japón se anexó a Corea y solo la soltó del cuello con su derrota en la Segunda Guerra Mundial. No he dejado de ir a la montaña, aun así, te confieso que a veces siento que el silencio es diferente entre esos pinos rojos.
Tienes toda la razón, las cartas nos llevan a lugares inesperados, a confesiones inmotivadas y de ahí que sean una bendición en estos tiempos de redes sociales. Saber que existe un lector específico, una cara que conocemos, esa asombrosa e inmediata intimidad que se establece en la correspondencia, imaginarte en Benítez a 43 grados, nos libera de las penosas justificaciones a las que muchas veces nos vemos arrastrados al escribir novelas para caras que nunca hemos visto. A eso debería aspirar una novela, a ser un momento de intimidad con un extraño.
Volviendo a los hoteles, me gusta mucho tu idea de un libro de poemas salido de tus visitas. También debería existir un libro de poemas sobre las tormentas, con la diferencia de que el poeta tendría que aguardar a que lo visiten. Ahora mismo pienso en Charles Simic y sus poemas sobre hoteles. Uno de los que más me gusta se llama Hotel Insomnio. Termina así: “otra vez escuché el llanto de un niño/ Tan cerca que llegué a pensar,/ por un momento, que era yo quien lloraba”. Me pregunto si has tenido episodios graves de insomnio. Hoy por hoy es lo único que me aterra. Vivir encerrado en un hotel para siempre, eso debe ser el insomnio. La posibilidad de dormir, por unas horas dejar el mundo para ir a otro mundo donde no aspiramos a tener el control, la prueba de que los dioses no nos odian tanto como creemos, a pesar de las tormentas que arrastran rocas. Una noche en La Habana no pude dormir por culpa de una gripe horrenda. Cerraba los ojos y me quedaba sin aire a los cinco segundos. La siguiente noche tampoco pude dormir. Me levanté a leer a las tres de la mañana y muy pronto tuve que dejar el libro, no lograba concentrarme pensando en lo atroz que debe ser la vida de un insomne. Espero de corazón que no lo seas.
Un abrazo grande de vuelta, Andrés Felipe
HERNÁN RONSINO
Buenos Aires
Andrés: pensando en tu escena en La Habana se me ocurre estirar la idea y plantear al insomnio como una isla a la deriva. No sufro de insomnio, conozco a muchos amigos y amigas que lo padecen y me cuentan cosas tremendas. Más que la noche, atravesar el día se debe volver un infierno, ¿no? Salvando las enormes distancias, porque me pasó solo una noche -el insomnio, más bien, es como una cadena interminable-, recordé algo que sucedió en Ulm, una ciudad al sur de Alemania, a orillas del Danubio.
Había sido invitado a un festival independiente de literatura. Allí me reuní con mi editor alemán. Compartimos un día y luego me quedé solo. La última noche, después de una larga caminata en donde atravesé la ciudad por un parque enorme que había sido un cementerio: quedaban tumbas, cruces, gatos y fantasmas, llegué al hotel temprano y me dormí antes de la medianoche. Tenía un billete de regreso en tren para cualquiera de los servicios de la mañana. El regreso era a Zürich donde estaba desde hacía unos meses por una beca. De pronto me desperté con una pesadilla y con la sensación de que había dormido demasiado. Pero cuando revisé la hora apenas había dormido cuarenta minutos. No pude dormir más. Y, como te pasó a vos, ninguna estrategia funcionó para volver a convocar al sueño. A la par de ese fracaso, va creciendo una angustia demoledora, ¿verdad?
Cuando pasaron las cuatro de la mañana, los servicios de trenes ya volvían a circular así que tomé una decisión. Salí del hotel y abordé un taxi que aguardaba solitario en la puerta. Cruzamos Ulm –me pareció una ciudad de provincia semejante a cualquier otra: tengo el recuerdo de haber conversado con el taxista a pesar de que el tipo me hablaba en alemán. En la estación de trenes no había nadie. Pregunté por el primer servicio a Zürich y me dijeron que el primero salía en 20 minutos, pero debía hacer transbordo con un barco que cruzaría el lago Constanza y luego un segundo tren que me llevaría a destino. 4.35 estaba saliendo de Ulm, la noche cubría todo, apenas se veía algún reflejo del Danubio. Éramos pocos. Una hora después bajé en una estación pequeña. Tenía que caminar cerca de doscientos metros para el trasbordo con el barco: a las 5.50 zarpó el ferry –sin saberlo estaba dejando atrás Alemania, cuando llegara a la otra orilla estaría en Suiza–; el barco se internó en el lago, hubo un instante en que no se veía ninguna luz a la distancia; ese apagón duró apenas unos minutos; por eso pensé en todo lo que la noche esconde mientras tendría que haber estado durmiendo en esa cama estrecha del hotel en Ulm. Pero a la vez ese arrojo de lanzarme a esa hora me hizo vivir una de las sensaciones más intensas que guardo: cruzar ese lago en la madrugada, cruzar de un país a otro como un fugitivo que huye del insomnio. Mientras escribo esto pienso dos cosas: que lo que cuento se parece a la trama de un sueño y que el insomnio debe ser una catástrofe cotidiana, ¿no?
Justamente, acabo de leer una novela que todavía me ronda con sus imágenes y su forma. Se trata de Rombo, de Esther Kinsky. ¿Conoces a esta autora? La obra de Kinsky me interroga de muchas formas –es una escritura compleja, de esas que traman de un modo dislocado y que apuestan por la deriva–. Al parecer antes de un terremoto se oye un rugido fuertísimo. En Calabria a ese ruido le llaman il rombo. La novela cuenta el caso de dos terremotos ocurridos en un pequeño pueblo de Italia, Friuli, en 1976: uno en mayo, otro en agosto. A partir de las voces de siete sobrevivientes, va componiendo un caleidoscopio de sonidos, de restos de paisajes. Es una novela, como sus anteriores libros, que piensan una catástrofe.
El mecanismo narrativo de Kinsky se constituye al estar en la frontera; estar en la frontera a partir de un cimbronazo. Eso me interesa mucho. Cuando crucé aquella noche el lago Constanza sentí que se trató de una experiencia inolvidable; fue una forma de estar habitando un punto de inestabilidad, es decir, la frontera misma. Tal vez eso me interese de la escritura: transitar la inestabilidad y salir a flote, llegar a la orilla y no hundirse. Un enorme abrazo querido y ojalá bien pronto volvamos a vernos. H.
ANDRÉS FELIPE SOLANO
No vas a creerme, retiro los ojos de la pantalla y a mi izquierda veo el libro de Esther Kinsky. Lo compré hace más de un año y ha estado ahí, durmiendo el sueño de los justos, aprisionado en la mitad de la torre de libros que aguardan su turno para ser leídos. Lo libero, leo las primeras diez páginas y lo devuelvo a la torre. Ahora la corona.
Eso no es todo, al reordenarla –me pareció que se estaba ladeando– descubro otro libro del que también me había olvidado. Lo compré solamente por su título: Gloria, el nombre de mi madre y el título de mi última novela. ¿Sabes qué? Tiene todo que ver con el de Kinsky. Es de un artista italiano, Giorgio Andreotta Calò. Durante cuarenta días, Andreotta recorrió los 716 kilómetros de Gloria, la falla geológica donde se encuentran las placas tectónicas de Europa y África, la responsable de la mayoría de los movimientos telúricos de la península italiana, supongo que incluidos los dos de los que se ocupa Rombo.
El libro es un diario de un viaje a pie de Venecia hasta L’Aquila, epicentro del terremoto de 2009. Pero esto no es lo más curioso de los hermanos que, gracias a tu ayuda, se acaban de reencontrar al reordenar mi torre. Me explico. En la novela que trato de escribir –coincido plenamente contigo en la idea de la escritura como frontera. ¿Quizá como falla geológica?– incorporé algo que me sucedió en enero del año pasado en Colombia, meses después de comprar el libro de Kinsky y el de Andreotta. Estaba de visita en la finca cafetera donde vive mi padre y mi cama se movió como un barco a eso de las seis de la mañana. En general tengo el sueño pesado, pero el zarandeo fue tan fuerte que me despertó del todo. Mi cerebro, antes que mi conciencia, si es que eso es posible, entendió qué era lo que estaba sucediendo y le dio la orden al cuerpo. Tomé mis gafas de la mesa de noche y salí corriendo de la habitación mientras oía un crujido. Un crac. Me encontré con mi padre en el jardín, los dos despelucados, en calzoncillos. Las campanitas de arcilla del corredor aún se sacudían. Según él, lo despertó el golpe del candado contra la puerta de metal de la bodega donde guarda el café. Ahora tengo claro que nos despertó Il rombo.
Toda esta red, no de coincidencias, calificarlas así sería bastante ingenuo, me hace pensar en las elecciones secretas de nuestro cerebro, de las que nos enteramos meses o años después, en el mejor de los casos. Ahora que lo menciono, se me ocurre algo a propósito de los terremotos. Se habla de aquellos animales que los presienten horas antes o incluso días. Serpientes –Kinsky menciona una carbonarius–, sapos, pájaros. Quizá la parte más antigua de nuestro cerebro también es capaz de reconocer esas señales, pero hemos dejado de escucharla. La hemos silenciado en este camino que nos ha alejado de la naturaleza. Ese largo y extraño viaje del mono desnudo, al decir de Bob Dylan.
Para regresar a nuestras ideas en torno al insomnio, ¿no crees que pasamos por este mundo como eso, como insomnes? Sin real claridad sobre lo que somos, viviendo desorientados entre temblores diarios, saltando de rombo en rombo. Entonces la vida no es sueño. La vida es falta de sueño. Es insomnio. Ya no solo es estar en un hotel con las ventanas tapiadas, es atravesar un lago en un ferry en medio de la oscuridad, sin la esperanza de poder llegar a la orilla. Perdón por lo pesimista. Hace frío.
Una última cosa. Releo el inicio de esta carta antes de mandártela y al hacerlo me pregunto de dónde viene “el sueño de los justos”, esa expresión que usé tan a la ligera. O eso creí, para seguir con la idea de ese otro que nos habita, que se anticipa o elige bajo patrones que escapan a nuestro inmediato entender. Al parecer tiene un origen bíblico. Proverbios 4, 14-19: “No sigas la senda de los impíos, no vayas por el camino de los malos. Evítale, no vayas por él, apártate de él y pasa de lejos. Porque ellos no duermen tranquilos si no hacen el mal, el sueño les falta si no han hecho caer a alguno. Porque comen el pan del crimen, y beben el vino de la violencia. La senda de los justos es como la luz del alba, cuyo esplendor va creciendo hasta el pleno día. El camino de los malos es como las tinieblas, no perciben en qué tropezarán”.
Un abrazo despierto, antes de que nos volvamos a ver. O insomne, ya no lo tengo tan claro. Andrés Felipe
HERNÁN RONSINO
Bar Lorena
Querido Andrés, hay tantas imágenes poderosas en tus cartas –aún me resuena la aparición de esa chica en el hotel, el monte donde enterraban los japoneses a sus muertos o esa escena con tu padre y el rombo– que no llego a poder reaccionar en las cartas y a comentarlas porque persisten en su potencia. Qué gusto esta conversación y esta serie de afinidades que vienen a confirmar eso que sentiste y yo también sentí en aquella mesa de Guadalajara.
Acabo de recibir una novela de Stephen Dixon, publicada por Eterna Cadencia, que se llama Cartas a Kevin. Es un maravilloso y divertido artefacto narrativo que utiliza el género epistolar pero también las viejas cabinas telefónicas para dar cuenta de una imposibilidad, la imposibilidad de transmitir un mensaje. El narrador quedó atrapado en una cabina telefónica y no puede comunicarse con un tal Kevin. Entonces le envía cartas. La narración es plástica y cargada del mejor humor. Tal vez sea pura nostalgia, pero siento que cuantas más herramientas tenemos para comunicarnos, menos lo hacemos en un sentido verdadero. Y que ante la menor crisis –a veces se cae WhatsApp y todo colapsa– volver a lo analógico, como volver al campo, es un respiro muy saludable.
Te voy a contar algo que pasó hace unos años, antes de la pandemia. Era un domingo que se celebraba el día del padre en Argentina, llovía muy fuerte y hubo un gran apagón de luz que afectó a todo el país. No había internet, ni señal de teléfonos, no había nada. ¿Qué hacer? Recordé que tenía una radio, una vieja Spika, a pilas en donde escuchaba los partidos de fútbol en mi infancia. Cuando River Plate, mi equipo, jugaba en la copa Libertadores conocí a muchos equipos colombianos, así imaginaba los estadios en las diversas ciudades que jugaban: Cali, Bogotá. Ahora el desafío era saber si la radio funcionaba. Y, luego de comprar pilas –se hablaba en los kioscos de un gran apagón de luz en varios países, de una invasión extraterrestre o de un atentado mundial–, la radio, con ese aire eléctrico, con esa fritura de fondo, volvió del pasado y permitió que supiéramos lo que estaba ocurriendo. Lo analógico nos salvará de la desbocada tecnología, Andrés.
Como verás, también comparto tu pesimismo, pero no puedo evitar caer en la rebeldía nostálgica de pensar que hay grietas, que hay formas de resistencia y que la escritura, con su encarnadura y su potencia, trama comunidad. O, al menos, en tiempos de Milei y Musk, me aferro a eso. Un enorme abrazo querido y ojalá nos veamos bien pronto. H
Valerie Miles.Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Grantaen español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematoriode Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Andrés Felipe Solano.(Bogotá, 1977), autor de las novelas Sálvame, Joe Louis (2007), Los hermanos Cuervo (2013) y Cementerios de neón (2016), así como de los libros de no ficción Salario mínimo, vivir con nada (2015), Corea: apuntes desde la cuerda floja (2015), que recibió el Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana y resultó finalista del Bucheon Diaspora Literary Award en 2021, y Los días de la fiebre (2020). En 2010, la revista inglesa Granta lo eligió como uno de los 22 mejores narradores jóvenes en español. Ha publicado artículos y cuentos en The New York Times Magazine, McSweeney’s, Granta y Gatopardo, entre otros. Su última novela, Gloria (Sexto Piso), ha sido traducida al italiano, inglés y danés. Desde hace una década, vive en Seúl.
Hernán Ronsino.Nació en Chivilcoy (Argentina), en 1975). Ha publicado las novelas La descomposición, Glaxo, Lumbre, Cameron, Una música; el volumen de cuentos Caballo de verano; y el ensayo Notas de campo. Recibió, entre otros, el Premio Anna Seghers en Berlín, el Premio de la Crítica de la Feria del Libro de Buenos Aires y el Premio Konex de Letras. Sus libros fueron traducidos a ocho idiomas.
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