Por las ramas

La entrada Por las ramas se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.

ALEJANDRA COSTAMAGNA

Desde la ventana de mi habitación provisoria en Buenos Aires escucho el tren, ese tutún, tutún que palpita y se pierde en una dirección que desconozco. Desde la ventana de mi habitación en Santiago de Chile, donde vivo, suelo escuchar bocinazos de autos, motores de micros, ajetreo callejero pero jamás el sonido de un tren.

«El tren viene a toda furia, tuturuteando, y cuando se cruzan dos uno cree que van a saltar por el aire porque casi se rozan, pero no pasa absolutamente nada», escribe Hebe Uhart en Memorias de un pigmeo.

Me pregunto si el tuturuteo me dejará escribir estos días en que vivo de prestado en el país donde nacieron mis padres. He venido a Buenos Aires para avanzar en una novela que de pronto se encabrita, se arranca. No sé bien lo que hay en el libro, no aún. Sé que hay una amistad interrumpida, dos muchachas que de pronto dejan de verse. Una de ellas se pierde. La otra conjetura, intenta poner palabras al vacío. ¿Cómo se escribe lo que no está? El tiempo se disloca, la narradora se me incrusta: ni ella duerme ni yo duermo.

«Durante mis noches insomnes, a veces imagino que el universo está tratando de enviarme consuelo, de hacerme llegar algún mensaje que me reconforte. Sin embargo, ¿pueden transmitirse estos mensajes a través del vacío?», escribe Marina Benjamin en Insomnio.

Mientras persigo al sueño chúcaro, el tuturuteo que se cuela en mi habitación me traslada a otro tiempo. Escucho los trenes en los que viajé de chica, cuando visitaba a mis abuelos paternos: de Retiro a Villa Ballester, de Villa Ballester a Campana. O ese otro, desplegado en la pampa, de Mendoza a Buenos Aires. Una noche aparece, sin que lo convoque, un recuerdo que no me pertenece, un viaje ajeno. El que repite y repite mi madre estos días en Santiago: ella en un tren que la lleva al pueblito de Santos Lugares, donde pasó su infancia y su juventud, antes de mudarse a Chile para siempre. Antes, mucho antes, de que perdiera la memoria.

«todavía está viva y nada le impide / seguir siendo mi madre», escribe Tamara Kamenszain en El eco de mi madre.

Me voy por las ramas, lo percibo. Me desvío de la ruta, como me he desviado del libro que venía a escribir. Mi madre confunde el tiempo y el espacio. Le entran pelusas en la mente y de pronto dice tener 45 años (es menor que yo) y al rato 106 años (supera a Nicanor Parra). Mi madre dice que esa fosforescencia que vemos en la luna desde la Tierra es, en realidad, el reflejo de la nave en la que viaja su tío Petiso. Que ella misma ha acompañado a su tío a la luna y que, bah, no tiene nada de extraordinaria la luna, está sobrevaluada. Que en realidad, dice, es una superficie opaca y llana, sin misterio.

Las palabras de mi madre: tuturuteos.

¿Qué sonido tiene lo que ya no está? ¿Cómo se escribe el vacío?

«Voy a llegar tarde a las clases de piano, pero no puedo dejar sola a la nona», dice mi madre al teléfono, desde una habitación al otro lado de la cordillera. Sabe que estoy de viaje, pero desconoce mi paradero. Intento cambiarle el tema, que el día está hermoso, que mañana es feriado en Chile. Ella insiste: «Me dejan en la casa a cargo de la nona y se van… ¿Dónde se fueron todos? El tren sale en quince minutos, voy a llegar tarde a las clases de piano».

Cuando dice la casa se refiere a Santos Lugares. Cuando dice las clases de piano se refiere a las lecciones que tomaba en su adolescencia: subía el tren con su cuadernito de apuntes y los dedos listos, como recién lustrados, para ponerlos a prueba frente a la profesora de piano. Temía llegar tarde, la maestra era estricta, se enfurecía con los atrasos.

¿A dónde va ese tren que pasa por la ventana de mi habitación? ¿Es el tren que debe tomar la protagonista de mi novela para encontrarse con la amiga perdida? ¿Será el tren en el que viajaba mi madre? ¿Existe o me lo estoy inventando? ¿Será que el insomnio crea trenes?

Dejo mi proyecto de novela a un lado, averiguo la dirección con el hermano de mi madre (la casa ya no debe existir, me advierte), salgo a la calle, camino tres cuadras, subo las escaleras de la estación hasta el andén. Dirección: Santos Lugares. El tren pasa en tres minutos, lo abordo, me instalo al lado de la ventanilla. Nos alejamos hacia el conurbano. Pasa el cementerio de Chacarita, pasan techos de zinc que por poco se incrustan en las ventanillas del tren, pasan construcciones que dejan ver habitaciones minúsculas, el interior de unas viviendas con perros, niños, cacerolas, frazadas, juguetes, ropa tendida: todo se agolpa en veinte metros cuadrados, tutún, tutún, pasa el carril de una ciudad desdibujada.

«Vivir en el intervalo, entre el momento que está expirando y el que está surgiendo, vacío y luminoso. La ciudad verdadera cayendo por tu mente en pedazos brillantes», escribe Laurie Anderson en El corazón de un perro.

En la estación pregunto al guardia por las coordenadas que anoté en un papel. ¿Es su primera vez en Santos Lugares?, pregunta el hombre, con un asomo de orgullo. Mi acento le hace creer, quizás, que ando en plan turista. No puede perderse la casa de Ernesto Sábato, suelta con entusiasmo. Claro que me la puedo perder; le hago el quite a Sábato, lo descarto por completo de mi ruta.

Me interno en un laberinto de callecitas que se abren desde la plaza. Cuatro cuadras para un lado, tres para el otro, treinta pasos en diagonal. Ahí, justo en la esquina, al lado de la casona que albergó un club social. Ahí. La casa existe y no existe. Queda un rastro de lo que fue. Una construcción de ladrillo y concreto, un zaguán que deja asomar la tarde somnolienta, unas ventanas con rejas de fierro que dan a una habitación de techos altísimos (¿la habitación de mi madre? ¿la habitación de la nona?), unas baldosas estilo Escher, tan vertiginosas como la materia de la que está hecha la memoria. Desde una terraza que no figuraba en mi radar se asoma un perro, me mira con desconfianza. ¿Qué andás buscando, nena?, me dice. No sé qué responderle. Escucho que alguien manipula la cerradura de la puerta. Me escondo detrás de un árbol.

«¿Hasta cuándo te quedás?, me preguntó. Con eso me desarmó, me hizo sentir de paso, desubicada. No, no, yo vivo aquí, pensé decirle. Pero la corrección no valía la pena. ¿Dónde es aquí para ella?», escribe Sylvia Molloy en Desarticulaciones.

No busco recordar, tampoco busco inventar. Busco quizás entender los códigos de una lengua que no tiene palabra. Ando buscando un tono, pienso decirle al perro. No, no es eso. Dejo pasar unos minutos, el perro vuelve a ladrar. Ando buscando un arraigo, le confieso desde mi escondite. Le hablo bajito, un tuturuteo muy discreto. Nos quedamos callados, hay una luz mansa que desdibuja la escena. El último tren sale en media hora, apuro los pasos de vuelta. No vaya a llegar tarde, no vaya a perderme yo en la vigilia de mis días de prestado.

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El 1 de octubre de 2017, El Maracaibeño dio un paso importante al transformarse en un diario digital, convirtiéndose en el primer periódico de la ciudad enfocado exclusivamente en la cultura. Con su nueva versión digital, adoptó el lema “Periódico Cultural de Maracaibo”, extendiendo su alcance a todo el país.

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El Maracaibeño no solo es un medio informativo, sino un símbolo de la riqueza cultural de Maracaibo, llevando a sus lectores las noticias más importantes del ámbito cultural, tanto local como internacional.

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