Taller de escritura. Lagartijas

La entrada Taller de escritura. Lagartijas se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.

POR MATÍAS CANDEIRA

Me encantaría abrir esta caja de herramientas con alguna revelación romántica en torno a mi proceso de trabajo, pero diría que la mayor parte de mis hábitos se basan en una aproximación y un rechazo constantes al acto de escribir, y así es desde que empecé a hacerlo con cierta regularidad hace más de veinte años. Alicia, esa niñata listilla con ojos de cera de abeja, se mete enseguida a gatas por la madriguera del conejo. Con qué facilidad entra en las habitaciones recién pintadas de ese espejismo y desciende al lugar del descubrimiento: un país lleno de flores hidráulicas y gusanajos con sombrero de copa. La verdad que yo me paso buena parte del tiempo que escribo insultando a la madriguera del conejo con todas mis fuerzas. Husmeo ese agujero negro en círculos, hasta que al final apunto con la linterna el rincón donde algo se ilumina y se apaga. Lástima que hayan pasado varias horas, y para entonces ya toque dar de comer y jugar mis gatas o preparar la cena. La escritura es mi relación más tóxica, más problemática, más larga y, a ratos, la más feliz. Estoy siempre frente a su puerta y toco el timbre, como un novio idiota con un ramo de claveles que se va poniendo de peor humor. Siempre tardan mucho en abrirme. Demasiado. Pese a todo, sigo aquí.

Soy culo de mal asiento desde niño; un humano de atención extremadamente dispersa (con algún grado de TDAH, lo más probable) que ha logrado con muchas dificultades amar y rechazar durante largas temporadas lo más parecido a una vocación. Físicamente hablando, mis sesiones de escritura empiezan con un proceso de enroque en la silla. Así lo llamo: atornillarme. «De aquí no te vas». Casi nunca llego a sentirme cómodo frente a la pantalla durante la primera hora y media. Desde hace años mi cerebro y mi cuerpo tienden a ponerme la zancadilla con distintas somatizaciones: niebla mental, dolores de cabeza, migrañas, vista nublada y, en los momentos más álgidos, paseos de varios kilómetros en círculos por mi habitación o mi salón, un gesto inconsciente que hago cuando acecho una imagen que no sé formular o concretar, pero que está ahí, que es,ya la tengo al alcance de la mano. Para mi novela, Fiebre, vi un hombre moribundo enorme postrado en una cama de hospital al que acompaña otro hombre del mismo tamaño, que lo odia. Sin saber mucho más que eso, trabajé y conecté una estructura en torno a dos tres escenas clave hacia las que me sentía atraído. Eran puntos a los que llegar, unas veces de forma lineal y otras trabajando en círculos sobre momentos y personajes que tenían sentido para mí. Curiosamente, la novela acabó levantada sobre una estructura densa y compleja, muy medida, más arquitectónica de lo que jamás me hubiera imaginado.

No es raro que esta especie de muro mental infranqueable (acechar una idea, el detalle revelador de una historia a punto de armarse, que me tiene en vilo) tenga su reflejo simbólico en mi material narrativo: muchos de mis personajes acaban atrapados en una telaraña mental, o se ocultan a sí mismos su propia naturaleza oscura con un subterfugio discursivo. A menudo se ven obligados a descender a un laberinto de habitaciones y sótanos para encontrar lo que buscan, en una clásica premisa del género fantástico. He llegado a armar un libro entero, Moebius, en torno a figuras geométricas que se engarzan sobre los personajes y los asfixian: cuadrados, círculos concéntricos, espirales. De hecho, la comparación de la escritura con un sarpullido o un acné de cierta nobleza no resulta extraña si alguien se fija en el conjunto de mis libros, repletos de outsiders con eccemas en la piel, excrecencias, mutaciones poéticas, jorobas quasimodescas y “nueva carne” en distintas dosis. Disfraces felices y eternos de mi propia dificultad y relación con este oficio. Por suerte, nunca se me acaban.

En cuanto a la velocidad de crucero necesaria para acabar un manuscrito en un tiempo razonable, soy un caracol dentro de otro caracol. Stephen King (o algún otro motivado auténtico) me tiraría a un río con una pesa de cien kilos atada a los pies y una nota que dijera: «Lleváoslo de aquí. No es digno de este oficio». En dos décadas de escribir ficción no creo que haya logrado escribir más de un folio al día, y diría que en un alto porcentaje la cosa rondará la media página, con suerte. Ese sería mi horizonte y mi premio: media página peinada y brillosa que remonte sola una corriente difícil (siempre tengo la sensación de que lo que quiero decir se me escapa y me hago fuerte en esa colina); una metáfora lista como un gato o una esmeralda, un diálogo entre dos personajes en el que haya escondido un doble sentido, una verdad, alguna clase de intuición sobre lo que es estar vivo.

Por placer (para qué mentir) suelo llenar mis textos de picaportes dorados, guantes de cabritilla, alacenas, cajitas de música abandonadas al fondo. ¿No es acaso lo mejor del mundo ese momento en que descubrimos una lagartija (en un muro bajo o en el margen de una ventana) y solo tenemos un par de segundos para mirarla y perseguirla antes de que se vaya a hacer sus cosas? Son estos instantes los que busco cuando escribo; escenas e imágenes en las que me gustaría quedarme a vivir más tiempo del que debo, distraído, con la trama que avanza a pesar de mí y se aleja más y más mientras yo sigo ahí, quieto, y miro esa hiedra que acabo de hacer crecer en el muro del laberinto. Converso un rato con ella. Le doy espacio.

He dado clases enteras a mis estudiantes de taller poniendo en valor las «escenas que no sirven para nada» (para nada utilitario, canónico, artísticamente pueril, se entiende). Esto me parece importante en el cuento, donde muy a menudo la grandeza se detecta en los márgenes de la trama.

«Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar», (Casa tomada; Julio Cortázar). «Una pequeña ventana, en la parte superior de la pared, está abierta lo justo solamente, y por ella se cuela el aire nocturno. La maestra está echada y el aire frío llega hasta el agua y le pasa el dedo sobre el cuello», (El cazador;E.L Doctorow). «Antes de acostarme hago la diaria recorrida por la casa, para controlar que todo esté en orden; la ventana del baño chico, al fondo, está cerrada, y el caballo degollado continúa pudriéndose en la bañera; cierro la puerta, para que el olor no llegue al dormitorio de mi cuñado», (La máquina de pensar en Gladys (negativo); Mario Levrero)

Jamás he escrito el borrador de nada de corrido. Siempre avanzo agarrándome al texto como a una placenta, línea a línea, y muy a menudo son muy pocas las que logro dar por buenas en un día después de reescribirlas muchas veces. Avance, retroceso, empuje, retroceso, retroceso, impulso. No sé hacerlo de otra manera, aunque me gustaría ser capaz de dejar de preocuparme tanto por lenguaje y el lugar otro desde el que se enuncia, y nos asusta o nos rompe en dos o nos dice quiénes somos como nadie nos lo ha dicho nunca (es lo que pido al leer, y es lo que me exijo al escribir). Así que, en lugar de correr hacia el frente disparando, sin preocuparme de nada más que de hacer avanzar la trama, cavo y adecento la trinchera una y otra vez, le paso el plumero, cuelgo un cuadrito.

La sensación es un tanto extraña, porque cuando pienso en mí, escribiendo en mi mesa, siempre me veo en el centro del bucle, levantando y derribando el mismo muro (esa palabra que engastar; esa imagen precisa en la frase donde suena una sinestesia oculta; ese personaje que ha de revelarse en lo más sutil), y el muro es más alto cada vez y yo vuelvo a él para hacerle las mismas preguntas. No tengo ningún interés en resolver el misterio: cómo es posible que siempre haya un muro detrás de otro muro, y en los márgenes, un libro que por fin he terminado.

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El 1 de octubre de 2017, El Maracaibeño dio un paso importante al transformarse en un diario digital, convirtiéndose en el primer periódico de la ciudad enfocado exclusivamente en la cultura. Con su nueva versión digital, adoptó el lema “Periódico Cultural de Maracaibo”, extendiendo su alcance a todo el país.

Este periódico es una propuesta respaldada por la Asociación Civil Movimiento Poético de Maracaibo, que busca fomentar un periodismo cultural que contribuya a la construcción de una nueva ciudadanía cultural en la región. El Maracaibeño se posiciona como un vehículo para llevar las noticias más relevantes de la cultura, desde críticas de arte hasta crónicas y ensayos, cubriendo así una amplia gama de expresiones artísticas.

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