La entrada Inspiraciones. Una obra como una planta se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.
Stefano Mancuso es un botánico italiano de 60 años. Hace dos décadas, en Florencia, fundó el Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal, donde estudia obsesivamente a las plantas. Allí analiza su sensibilidad y su capacidad para resolver problemas. Ha comprobado que se mueven sin que nos demos cuenta, que se comunican entre sí, que sus raíces pueden sentir al menos veinte parámetros químicos diferentes, como la temperatura, el sonido o los campos magnéticos. Las plantas son especialistas en diseñar estrategias para sobrevivir. Por eso, cree que es un error que los humanos las consideremos como «animales minusválidos, a quienes les falta algo, movimiento, cerebro, mirada». Por el contrario, dice, «hay que acercarse a ellas al revés, sin el prejuicio animal: son una forma increíble de inteligencia, como de otro planeta».
Esta mirada tan sensible sobre las plantas se despliega en la obra de teatro que más disfruté y que más me inspiró en los últimos años. Estado vegetal(2017)fue escrita y dirigida por la dramaturga chilena Manuela Infante. Yo la vi el año siguiente de su estreno en una sala de Santiago y su escritura, su planteo de la historia, su capacidad para experimentar con las formas, no ha dejado de resonar en mi cabeza.
La obra se puede ver completa en Youtube. Cuando las luces se prenden, no hay casi nada sobre el escenario: solo una mesa de madera y, sobre ella, un macetero con una planta. Al lado, una silla y un micrófono de pie. Enseguida aparece Marcela Salinas, la única actriz.
No es una obra lineal, así que no es sencillo resumir su trama, pero si hubiera que explicar el argumento, podría decirse que se trata sobre un joven motociclista que chocó contra un árbol y quedó en estado vegetal. Durante una hora y media, Salinas hará un monólogo magnífico en que representará a siete personajes. Será un jardinero municipal, una joven con una discapacidad mental, un bombero, la madre del joven accidentado, una vecina chismosa, entre otros.
Lo espectacular es que la obra intenta, con su misma estructura, imitar el comportamiento vegetal. ¿Pero cómo hacer algo así? Por un lado, la obra se ramifica constantemente, se estira en distintas direcciones. No tiene un único centro, sino que cada una de sus partes, de sus pequeñas historias, podría funcionar de forma independiente.
A diferencia de los animales, que no se pueden dividir, cada parte de una planta contiene su totalidad. Sus funciones están distribuidas: cada hoja, podríamos decir, contiene su corazón, su cerebro, sus pulmones. Ese es su plan de supervivencia: pueden perder una parte de sí mismas, pero siguen vivas. Stefano Mancuso ha dicho: «Un árbol se parece mucho más a una colonia de abejas o de hormigas que a un animal tomado por separado». Cada planta, de cierta forma, es una multitud. La actriz de Estado vegetal también. A través de una loopera, un dispositivo que le permite grabar varias pistas de voces y crear distintas capas de sonido, el discurso se va complejizando, cambiando, adquiriendo nuevos sentidos. Un coro de voces vive en ella. Decíamos: la obra imita a lo vegetal. En una obra clásica la luz sigue a los personajes, aquí, en cambio, es la actriz la que se mueve hacia la luz.
La obra llega a su clímax cuando un bombero, en medio de un incendio, da un discurso de gran fuerza poética y filosófica: «¿Cómo sería crecer sin volver al centro, sin nunca reagruparse, tirando para afuera siempre? Nunca poder cerrarse sobre uno mismo, nunca a círculo completo: “este soy yo”. Ser, crecer, siempre, más afuera. De modo que eso que llaman el “yo” sea solo un recuerdo de la semilla. Eso de ser uno mismo, eso de ser lo mismo que uno, solo es un acontecimiento temporal. Intentaron decirnos todo esto, cubrir el mundo entero con sus palabras variadas, pero solo decían hoja. Siempre la misma hoja. No se sale de las plantas con medios de plantas, ni se sale de los humanos con medios de humanos».
Me atrae la idea de un teatro –o una literatura– que se aleje de la dictadura de lo humano, que no esté centrado solamente en nosotros y nuestros problemas. Es interesante abandonar, al menos por un momento, la idea de que los objetos son solo parte de nuestra escenografía para intentar descubrir cómo despliegan su propia fuerza. Bajo esta lógica, nada es inanimado, todo actúa. Un lápiz escribe. Un horno calienta. Un taladro agujerea la pared. Nos afectan, incluso conspiran contra nosotros. Desde hace meses, la computadora donde escribo este texto se apaga sin previo aviso. Todos los días, en el instante menos pensado, me traiciona. Eso quise trasladarlo a mi literatura: en la novela en la que estoy trabajando, el mundo «inerte» –la casa, los sistemas eléctricos, la basura– están envueltos por una sutil aura de vitalidad que ejerce poder sobre los personajes.
Alfonso Reyes, escritor mexicano, escribió en 1959 un pequeño ensayo llamado La malicia del mueble. Allí lo expresa de esta forma: «He aquí que los muebles, testigos mudos de nuestro existir, adquieren poco a poco, a fuerza de vernos y de palparnos o de sentirse palpados por nosotros, una manera de muda y sigilosa conciencia. Animales estáticos y, al parecer, enteramente pasivos nos acechan y nos van envolviendo en una baba invisible de intenciones».
La dramaturgia de Infante busca que la humanidad deje de ser la medida de todas las cosas. Antes de Estado vegetal, lo había hecho en Realismo, de 2016, donde cuenta la historia de una familia a lo largo de varias generaciones, centrándose en los objetos de su casa. Sillas, alfombras y aspiradoras son igual de protagonistas que los seres humanos. Están en la misma jerarquía. En Cómo convertirse en piedra, de 2021, explora el mundo mineral, el límite entre lo vivo y lo no vivo, y juega con conceptos como las capas geológicas, el tiempo y el cuerpo humano.
Estado vegetal me resulta inspiradora, además, en sus intenciones narrativas: no intenta resolver una trama, sino experimentar respecto a un tema. Para Manuela Infante el teatro ha sido una forma de probar las ideas que leía en la teoría, es una especie de «filosofía encarnada». Sus obras comparten ideas con La teoría de la bolsa de ficción, el ensayo de Úrsula K. Le Guin de 1988. Allí, la escritora norteamericana reflexiona sobre las primeras historias de la humanidad. En la época de las cavernas, cuando sobrevivíamos de la caza y la recolección, quienes traían las historias más impactantes eran los cazadores, casi siempre hombres. Eran historias de lucha, sobrevivencia y muerte. El héroe, entonces, era el cazador. No había lugar para las historias de recolección, para los relatos de las mujeres que salían con sus recipientes en búsqueda de semillas. Esas, dice, son las historias no contadas, y de ellas nace un tipo de arte distinto, donde lo importante no es la resolución. Le Guin lo dice textualmente: «Reducir la narrativa al conflicto es absurdo».
¿Cómo sería, entonces, una novela vegetal? No me refiero a una literatura que trate sobre jardines, árboles o huertas, sino a una literatura que se estire como una planta en distintas direcciones, una escritura polifónica, modular, sin un único centro ni un único conflicto, que logre imitar la sensibilidad y la discreta inteligencia de las plantas.
La entrada Inspiraciones. Una obra como una planta se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.