La entrada La última aventura se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.
MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
¡Albricias! ¡Ya se oyen los claros clarines del éxito de nuestras políticas culturales, los áureos sonidos / anuncian el advenimiento/ triunfal de la Gloria literaria! Esa es la sensación rubendariesca que me produce el análisis de la publicación, perpetuamente triunfalista, de la siempre mejorable Encuesta de Hábitos de Lectura y compra de libros, dela Federación de Gremios de Editores, el sindicato de los editores españoles, que (entre otras cualidades más «espirituales») son los máximos beneficiarios del comercio del libro.
Estudiando los datos, convenientemente aventados en la prensa, que no siempre se nutre de pesimismos, uno no puede evitar pensar, como Pangloss, el maestro de Cándido, que todo marcha sobre ruedas en el mejor de los mundos posibles. «Continúa la tendencia ascendente» podría ser el lema y la conclusión de lo que se nos presenta. Leemos más que nunca: ¡un 65´5% de nuestros conciudadanos mayores de 14 añitos leen libros!; de ellos el 51´2% lo hacen alguna vez al día o a la semana (lectores frecuentes), y un 14´3% lo hacen al mes o al trimestre (ocasionales). Espero, por cierto, que estos últimos no emprendan la lectura de En busca del tiempo perdido o, más cerca y más breve, de 2666, la obra maestra de Roberto Bolaño: no debe de ser muy hermoso envejecer percibiendo lentamente, un poquito cada trimestre, cómo el mismo libro amarillea al tiempo que lo hace su lector, tan ocasional. El resto del total, ese 34´5% que dice no leer nunca (espero que sí lo hagan con los prospectos de los supositorios, o de otros específicos que consuman), no parece importar demasiado: si no leen no deben de comprar muchos libros.
Por supuesto la encuesta no dice nada (y no tiene por qué hacerlo) acerca de cómo se lee lo que se lee, pero más allá de esos datos estupendos que siempre me parecen sospechosos (seguramente porque me siento un poco como Martin, el «maniqueo» compañero de viaje de Cándido y contrapunto pesimista de Pangloss) esas son las cuestiones que, miren por dónde, más me interesan. Esas y la de quién es el que lee, el bendito lector.
Porque, como seguramente ya saben todos los improbables lectores de esta página, todos los elementos que intervienen en el acto de la lectura (el libro-texto, el autor, el lector) han sufrido dramáticas mutaciones desde finales del siglo pasado. Empezando por el libro, esa puerta al saber que se había mantenido prácticamente incólume desde el códice, y que ha ganado virtualidad y universalidad, multiplicándose electrónicamente, y conviviendo en soportes muy diferentes. Y sin dejar de ser «libro».
Pero quizás el mayor impacto cultural tiene que ver con las transformaciones experimentadas por los dos sujetos «personales». Desde Barthes (y antes, desde el New Criticism), el autor, ahora solo escritor, ha perdido sus privilegios: existe para producir la obra, pero no para explicarla. Su consistencia se ha fragilizado, su importancia ha disminuido. La intención del «autor» (permítanme, sólo esta vez, las comillas), su biografía, su identidad, ya no son importantes: ahora el encargado de conferir sentido a lo escrito es el lector, cuyos privilegios no han cesado de aumentar. Incluso desde antes de la lectura: sin el lector, como le leí en alguna ocasión a Javier Cercas, quien, a su vez, lo había tomado de otro, el texto es como una partitura que nadie interpreta, letra muerta, casi papel mojado en espera de su virtualización.
El texto es, a lo largo del tiempo y de las lecturas, a la vez el mismo y siempre distinto: su sentido «final» (pero nunca acabado) reside en el que le confiere la acumulación de las lecturas, de las interpretaciones de los lectores a lo largo de los años, de los siglos. Leer «bien» es dar cuenta de las muchas lecturas que han ido constituyendo el texto cuya lectura (e interpretación) vamos a emprender. Leo Spitzer, digno representante de la escuela de la estilística y maestro de maestros (por ejemplo, de Carlos Blanco Aguinaga) ya explicaba que «leer es haber leído»: cuanto más se lea se lee mejor. Y eso a pesar de que cada «autor», lo confiese o no, sea o no consciente de ello, siempre tenga presente a su «lector probable» que, como es lógico, no es el mismo -no puede serlo- en su época que a lo largo de la historia del texto.
Esa reivindicación del lector, que vino a compensar el ninguneo teórico al que a menudo lo sometieron los críticos formalistas o marxistas (Lukács, Benjamin) ha llevado en ocasiones a convertir al lector (y no solo al «implícito» de los narratólogos) en protagonista de las obras: ahí tienen como ejemplos señeros de ese cambio de estatus textos como Si una noche de invierno un viajero (1977), la obra maestra postmodernista de Italo Calvino, o las seis inmarcesibles páginas que componen «Pierre Menard, autor del Quijote» (1939), uno de los mejores relatos de Borges (incluido en Ficciones, 1944).
Por tanto, paralelamente a la interesada gentrificación mediática y social que ha experimentado la lectura (ya muy lejos de las execraciones sufridas en otras épocas, como las que tuvo que experimentar el «zángano» Julien Sorel por parte del patán de su padre), en el acto de leer ya no se confrontan, como se decía, dos soledades, la del autor y la del lector, sino también las de quienes leyeron el texto antes, y antes lo interpretaron. Ya no es solo, como en el célebre soneto de Quevedo, que cuando se lee uno viva en «conversación con los difuntos» y escuche «con sus ojos a los muertos», sino que, para el buen lector, que es (también) un crítico, el campo se ha ampliado a toda la historia de las lecturas del libro. La lejana aventura infantil que convertía el leer en un rito de iniciación se ha ampliado sin perder ninguno de sus misterios, sorpresas y derivaciones. Que ustedes lo lean bien.
La entrada La última aventura se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.