La entrada Gonzalo Calcedo: vivir para el cuento se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.
POR MARGARITA LEOZ

Él y yo nos vemos todos los julios, una tarde de mal tiempo en la que la lluvia impide a mis hijos pisar la playa de la ciudad en la que veraneamos. Nos citamos en el café Suizo. Él viene de visitar a sus ancianos padres, se refugia bajo un paraguas plegable, viste unos vaqueros gastados. Su cuerpo es enjuto y su tez está curtida por la brisa del Cantábrico. Lleva las patillas demasiado largas —un signo de rebeldía, quizás—, pero estas han encanecido. A pesar de encontrarse en la sesentena, su aspecto es atlético, juvenil. Recuerdo el primer día que nos vimos: la devoción literaria que yo sentía me llenaba de intranquilidad. Lo imaginé tímido, taciturno, hosco, pero desde el primer momento se mostró afable y cariñoso, de conversación animada, alguien que tenía mucho que contar pero que sabía escuchar, un hombre a quien, a pesar de la desolación atmosférica de sus narraciones, no le pesaba la risa —un pesimista alegre, si eso existe—. Muchos cafés y muchos julios después, no lo tengo en menor consideración y, sin embargo, ahora la admiración por su escritura solo me maravilla, ya no me pone nerviosa.
Radicalmente humilde y voluntariamente apartado del mundillo literario, Gonzalo Calcedo (Palencia, 1961) le es fiel al género breve tras casi veinte libros de cuentos a sus espaldas. El primero, Esperando al enemigo, apareció en Tusquets en 1996. El último, La chica que leía “El viejo y el mar”, lo ha publicado Menoscuarto en 2024. A Calcedo lo descubrí hace casi treinta años —yo solo era muy joven, yo solo pergeñaba malos poemas— y sus cuentos me impactaron tanto como los de John Cheever o Tobias Wolff. Eran cortos, secuenciales, sin rodeos. Eran tomas de la realidad más despojada —paisajes, rostros, diálogos— y al mismo tiempo transfundían una emoción, insinuaban un conflicto nunca explícito, perturbaban en sordina al lector. «Los excesos retóricos son grasa que resta eficacia a la musculatura», dice Calcedo, y ese es el estilo de sus cuentos. A la misma estantería inmaterial donde yo había colocado «Gato bajo la lluvia», «Siempre hay un perro al acecho» o «Yakarta», incorporé su cuento «Liturgia de los ahogados» —¡qué gran título!—. Yo quería escribir de esa manera, sus cuentos constituyeron para mí flechas y caminos. De envoltura sugerente, sus historias contenidas pero no lacónicas ponen en escena personajes extraviados, como perdidos por los pasillos anónimos del gigantesco e inmisericorde aeropuerto que es el mundo, incapaces de discernir qué puerta de embarque tomar. De sus dolores y sus tormentos sus lectores solo atisbaremos la cúspide, pero será suficiente para que el punto final nos deje sacudidos, descalabrados, balbucientes.
En la mesa contigua un grupo de señoras merienda. El café, desierto cuando llegamos, empieza a poblarse. Él y yo hablamos de lo que nos ha sucedido ese año, de nuestros proyectos literarios, de críticos y concursos y becas y jurados, de nuestros hijos y de nuestros padres, de nuestros respectivos trabajos de oficina en los que nos sentimos prisioneros. Lo constato con ternura: a fuerza de frecuentarlos, se ha acabado pareciendo a sus personajes, igual que un dueño a su perro. Me cuenta que está trabajando en un texto —una mujer y sus hijos asaltan invernaderos de flores para cubrir una tumba— y sé que pronto leeré ese magnífico cuento que llevará por título «Narcisos, prímulas y crisantemos».
Mi segundo libro fue una colección de cuentos. Yo era una absoluta desconocida, necesitaba una frase que apadrinase mi publicación y recogiese la esencia de mis relatos. Calcedo me la regaló. Más allá de aquellas palabras generosas y de ese trozo de papel molesto para libreros y lectores —que se arruga, se desgarra, sirve de marcapáginas o de calzamesas—, esa faja inauguró entre nosotros una comunicación que nunca se ha interrumpido.
El verdadero relato está en los silencios y en las elipsis, en la tensión entre el sentido literal y el figurado. Por eso, cuando apenas nos oímos a causa del volumen de las conversaciones circundantes, abrimos nuestros paraguas y salimos del café. En la calle comparamos nuestras rutinas de escritura: ambos nos despertamos de madrugada para esbozar una escena, antes de que la vida nos arrolle con sus obligaciones insoslayables, pero nuestros acercamientos al hecho de narrar difieren. Él escribe cuentos breves casi del tirón, cuentos como fogonazos, pero se muestra displicente en la fase de corrección. Yo siento que solo corrijo, no escribo, excavo en la piedra, contra la piedra, y pocas veces me invaden esas revelaciones que en él provocan un torrente de escritura. Él es alérgico a la promoción, soporta las entrevistas solo si son por escrito, aborrece las presentaciones. Entregado el manuscrito a su editor, el libro es un ave que abandona el nido y debe volar sola o estrellarse —una de sus obras se tituló Como ánades (Menoscuarto, 2021)—. En 2020 le concedieron el Premio Castilla y León de las Letras y aún siente escalofríos al recordar la lectura de su discurso ante el auditorio expectante. Le sermoneo entre risas, pero sé que mi reconvención es hueca.
Si la lluvia arrecia, vamos a la librería Gil. Buscamos libros de cuentos que hemos leído y adoramos; nos los recomendamos sin aliento y nos sentimos felices si el otro aún no los conoce, porque sabemos que le estamos proporcionando una grata sorpresa. Recorremos las estanterías para acabar lamentando la marginalidad de la narrativa breve. En España el cuento sigue resultando una anomalía editorial. Calcedo no ha vivido del cuento sino para él, y quizás por eso mismo exuda el desencanto que este género ambulante infunde en la mayoría de los escritores que lo frecuentan con fe ciega. La lealtad con la que Calcedo lo ha cultivado lo ha abocado a la mendicidad de los concursos. Los ha ganado casi todos (NH Vargas Llosa, Alfonso Grosso, Tiflos, Caja España, Cortes de Cádiz…) y de ellos han surgido la mayoría de sus publicaciones, en sellos a menudo efímeros. Hasta recalar en Menoscuarto, su hogar más duradero por el momento, ha saltado de una casa a otra como un okupa, un huérfano, un proscrito. El nomadismo editorial: otro más de los pesares que en numerosos casos conlleva lo breve.
A veces lo acompaño al muelle donde tomará el ferri de regreso a Pedreña. A veces me acompaña paseando hasta el final del Sardinero, donde se encuentra mi apartamento alquilado. Camina a ritmo enérgico, como si tuviera prisa por llegar a alguna parte, y en eso también nos parecemos. En la literatura él y yo preferimos los finales abiertos, pero en la vida nos despedimos hasta el próximo julio. Durante el resto del año nos cruzamos wasaps o e-mails con aspecto de carta victoriana. Nos felicitamos la Navidad y el Año Nuevo, aunque sean fechas que, como a nuestros personajes, nos tornan melancólicos. El invierno no dura para siempre y las hojas de los árboles verdean de nuevo. Contacto con los dueños del apartamento; nos esperan otro verano más. A finales de junio él me escribe: encargará sol y calor para que mis niños disfruten de la playa. Pero yo sé que las nubes cantábricas no nos fallarán, nos reservarán una tarde lluviosa para nuestro café de todos los julios.
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