Por Florencia Pérez Calonga
Viento Blanco, de Santiago Loza. Dirigida por Valeria Lois yJuanse Rausch. Con Mariano Saborido. En Dumont 4040. Santos Dumont 4040. Funciones: domingos 20:30 hs y lunes 20:00 hs.
En un rincón remoto de la inmensidad patagónica, Mario parece ser no solo un náufrago de sus propios recuerdos, sino también de la vida que lo rodea. En Viento Blanco, el sur no es simplemente un espacio geográfico; es un territorio emocional, un limbo en el que los personajes flotan entre lo perdido y lo anhelado. Él vive con su madre, o al menos con lo que queda de ella, en el hotel donde trabaja, único vestigio de una época de marineros y viajeros. Ese espacio suspendido en el tiempo está cargado de un silencio que solo se rompe con el regreso inesperado de un amigo del pasado, ahora convertido en cura de la última capilla en pie. Más que un simple forastero, este amigo parece traer una promesa de salvación y de exorcismo de viejos recuerdos.

Escrita por Santiago Loza y dirigida por Valerio Lois y Juanse Rausch, esta historia mínima, pero profunda, nos invita a observar el peso de lo intangible, a contemplar cómo los lugares y las personas pueden estar habitados por fantasmas y recuerdos. En este pueblo olvidado y barrido por el viento, Mario se enfrenta a su pasado, a la figura ausente de su madre y a ese amor fraternal que busca reconstruir, o tal vez reinventar. Viento blanco se convierte así en una meditación sobre el paso del tiempo, el duelo y la necesidad de encontrar un propósito, incluso en los lugares más desolados.

Este unipersonal, interpretado de manera sublime por Mariano Saborido, despliega una sensibilidad que equilibra la fragilidad y la fortaleza. Saborido logra construir un personaje que se convierte en un hombre atado a su historia y a sus pérdidas, alguien que se sostiene en la memoria y el dolor. La obra explora esa conexión entre lo tangible y lo intangible, entre el cuerpo y el espíritu. En su tosco ritual espiritista, Mario y su amigo intentan liberar a la madre y, tal vez, también liberarse a sí mismos. La tensión entre el quedarse y el irse, entre el pasado y el futuro, vibra en cada palabra, en cada gesto. El viento, eterno y omnipresente, se convierte en un recordatorio constante de lo que el tiempo intenta llevarse, pero también de aquello que persiste, casi imperturbable.

Con una atmósfera tan cargada de lo no dicho como de lo vivido, esta pieza es una meditación sobre el apego y la redención. Mario, atrapado entre los restos de lo que fue y la esperanza de lo que podría ser, parece buscar en el forastero algo más que ayuda espiritual: busca la posibilidad de escapar, de empezar de nuevo. La puesta en escena, con la precisión de la escenografía y el vestuario de Rodrigo González Carrillo y Pablo Ramírez, recrea un mundo que refleja a su protagonista: despojado, silencioso, pero lleno de hondura. En cada objeto parece flotar un eco de lo que alguna vez fue. Los elementos que forman parte del espacio escénico son mínimos pero suficientes para convocar una atmósfera de aislamiento, que resuena tanto en el ambiente como en el alma de su protagonista.

Viento blanco no solo nos habla de la soledad, sino también de la posibilidad de redención y de nuevos comienzos. En su búsqueda espiritual y emocional, Mario representa a aquellos que, atrapados entre el recuerdo y el olvido, buscan una señal, una promesa que les permita seguir adelante. Es en la inmensidad de su soledad y en el vacío de lo que queda, donde esta obra hermosa y desgarradora nos recuerda que, incluso en los lugares más inhóspitos, la vida puede encontrar formas de persistir. Aun cuando, en el fondo, carguemos con ciertos fantasmas que nos acompañarán donde sea que vayamos.
Fotos gentileza de prensa