Por Florencia Pérez Calonga
La madre, de Florian Zeller. Dirigida por Andrea Garrote. Con Cecilia Roth, Gustavo Garzón, Martín Slipak y Victoria Baldomir. En Teatro El Picadero. Pasaje Santos Discépolo 1857. Funciones de jueves a domingos.
En el mítico Teatro Picadero, Cecilia Roth vuelve al teatro para darle vida a una madre en descomposición emocional, un personaje que se fragmenta y desmorona a medida que la trama avanza. La madre, escrita por el dramaturgo francés Florian Zeller y dirigida con audaz sensibilidad por Andrea Garrote, se despliega ante el espectador como una exploración angustiante de los límites de la identidad maternal. La obra nos enfrenta a los abismos de una mujer que, en el intento de sostener a sus seres queridos, se va perdiendo a sí misma. En este juego de espejos, donde lo cotidiano se mezcla con lo onírico, el vacío se convierte en protagonista y su peso irrumpe con fuerza cuando su hijo, inevitablemente, reclama su anhelada independencia.

Roth nos arrastra en una marea de afectos desbordantes, en una actuación que oscila entre la fragilidad más cruda y una intensidad casi sofocante. Su personaje, atrapado entre el amor y la desesperación, nos recuerda la naturaleza absorbente de ciertos vínculos que, en su apego desesperado, se vuelven tóxicos y posesivos, como una especie de prisión emocional autoimpuesta. El síndrome del nido vacío cobra en esta pieza una dimensión casi existencial: Roth no solo interpreta a una madre, encarna a un ser humano desgarrado por la pérdida de propósito, alguien que, enfrentado a la independencia de su hijo, se ve a sí mismo desprovisto de identidad y de razón para seguir. Su actuación nos revela, sin reservas, el lado oscuro de ese amor maternal que, en su entrega total, puede desdibujar cualquier límite entre el yo y el otro.

El elenco que rodea a Roth, con Gustavo Garzón, Martín Slipak y Victoria Baldomir, aporta el equilibrio necesario, cada uno interpretando personajes que funcionan tanto como cómplices y como adversarios en este turbulento viaje interno. Sus interacciones reflejan el vaivén de emociones que desatan en ella, desde el apoyo hasta el rechazo, sumergiéndonos en un relato donde las alianzas y las distancias son ambiguas y dolorosamente familiares. Así, la obra se convierte en un espejo de miedos universales: la soledad, la pérdida y esa inevitable separación de aquellos a quienes criamos. Sin embargo, Zeller y Garrote logran ir más allá de los tópicos familiares, llevándonos a una experiencia teatral que, como la vida misma, se desenvuelve en fragmentos dolorosos y dispersos, una exploración profundamente humana en su desgarro y complejidad.

La puesta en escena es un acierto de Garrote, quien evita recargar el espacio con artificios innecesarios, permitiendo que el peso de la obra recaiga por completo en el texto y en la potencia de las actuaciones. Con momentos de silencio cargados de tensión y escenas que rozan lo absurdo, el público es invitado a deambular entre lo real y lo imaginado, a perderse en las mismas confusiones que abruman a la protagonista. Esta atmósfera ambigua nos coloca en el punto de vista inestable de la madre, un recurso efectivo que transmite su desorientación y resalta la ruptura de su percepción, sumergiéndonos en el abismo emocional que atraviesa.

La Madre no es solo el retrato de una madre; es la representación de una mujer que, ante la partida de su hijo, enfrenta la devastadora pregunta de quién es ella realmente, cuando el rol que la definió comienza a desvanecerse. En ese umbral de separación, surge una tensión cruda entre el amor y la posesión, una línea difusa donde el vínculo maternal, en su intensidad abrumadora, se transforma en una presencia asfixiante. La obra nos invita a cuestionarnos hasta qué punto el amor maternal puede cruzar los límites y convertirse en un territorio caótico y sobrecargado, difícil de sostener y peligrosamente absorbente para quienes lo habitan.
Fotos gentileza de prensa
