Julián Herbert: El niño en su jardín

La entrada Julián Herbert: El niño en su jardín se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.

POR FRANCO FÉLIX

Fotografía de Eli Vazquez

En 2011 leí una novela que me pulverizó y, aunque me cuesta admitirlo, incluso me hizo llorar y eso que soy un evangelista de Thomas Pynchon y estoy de acuerdo con él cuando dice que «No hay nada más detestable que un surrealista sentimental». Aquel libro tenía una trama devastadora: una mujer con leucemia que avanzaba lentamente hacia la muerte, narrada desde la perspectiva de su hijo, el autor: Julián Herbert. Esa fue la primera vez que supe de él. Y para cualquiera que esté remotamente interesado en escribir, la mejor forma —tal vez la única forma que de verdad cuenta— de conocer a un escritor es a través de sus libros. Porque no hay otro modo de ser más familiar y más extraño a la vez que sentarse a leer una historia que alguien ha triturado y vomitado sobre su propia existencia.

Ese libro estaba hecho para crear dos tipos de lectores: aquellos que todavía tenían a su madre, y aquellos que ya no. Y para estos últimos, las páginas quemaban de una manera distinta, como si el libro no estuviera hecho de papel sino de carbón encendido. Pero en ese entonces yo estaba en la primera categoría, así que pude leerlo sin encarar la pérdida a posteriori. La obra en cuestión no sólo era una jodida obra de arte, sino que diseccionaba honestamente la vida privada de su autor.

Era posible imaginarse a Julián Herbert no solo por lo que decía, sino por el modo en que lo decía. Había una trama ahí que mezclaba la ternura con la brutalidad. Y para cuando cerré el libro, me quedé con la sensación de que lo conocía. No conocía al escritor, sino al tipo, al ser humano que se había exhibido ahí, en esas páginas, y curiosamente, el rostro que le asigné al narrador fue el de la portada: un niño que se abrazaba a sí mismo. Era él, pensé, un retrato de Herbert en su infancia, quizá. De tal manera que durante muchos años, de manera estúpida e irreal, cuando pensaba en Julián Herbert pensaba en ese chiquillo de la cubierta.

Años después, empecé a publicar mis libros —y aquí hay que aclarar algo: cuando digo «empecé a publicar» no es un eufemismo para «alcancé una trascendencia comparable a la de Herbert» sino que simplemente significa que logré, de alguna manera, que algunas personas leyeran lo que había escrito, aunque fuera por accidente o por compromiso editorial—, y me crucé con Herbert en algunos festivales de literatura. Y no puedo decir que nos conociéramos porque esa es una de esas cosas que solo se dicen cuando, de hecho, conoces a alguien, es decir, cuando has tenido una conversación más allá de las frases hechas y los gestos, y puedes mirar a la persona y pensar, «sí, sé más o menos quién eres, y tú también tienes una idea de quién soy», porque para ese momento ya le había escrito y le había mandado mi reseña sobre su novela. Lo nuestro, en cambio, era un intercambio fugaz de reconocimiento, algo que se parecía más a esas veces en que ves a un vecino al que apenas conoces y levantas las cejas. Era como si dijéramos: «Sí, sé quién eres, y tú sabes quién soy, pero no vamos a convertir esto en una situación en la que alguien tenga que hablar, porque los dos sabemos que no queremos hacer eso». Y seguíamos nuestro camino.

La cosa es que, la primera vez que vi su rostro, fue en uno de estos festivales, alguien se me acercó, probablemente Elma Correa, y me dijo: «ése es Julián Herbert». Y tengo que confesar que hubo un pequeño cortocircuito en mi cabeza porque, hasta ese momento, Julián Herbert había sido una presencia difusa, un niño abrazándose a sí mismo en la portada de un libro. Pero ahí estaba él, cruzando la sala, y fue como si alguien hubiera puesto en marcha una cámara lenta en mi cabeza. Tuve un golpe de realidad. Porque en mi mente, Herbert seguía siendo ese niño dulce y tierno de la portada de su libro. Y de repente, ahí estaba frente a mí, un hombre de mediana edad, con el rostro duro, y una energía que era todo menos infantil. Se movía con una determinación rigurosa y férrea, como si cada paso estuviera calculado para llegar a su destino exacto, sin desvíos ni distracciones.

Era la clase de marcha que solo tienen las personas que han visto cosas, y no cosas bonitas. Caminaba como Rimbaud, pero no el Rimbaud poeta adolescente, sino el Rimbaud de África vendiendo armas, el Rimbaud que ahora se movía a galope, rápido y contundente. Me pareció que Herbert caminaba así, con esa marcha resuelta, en línea recta, directo a su destino —ya fuera el baño, su habitación, o su mesa de lectura—, sin mirar alrededor ni dejar que nada lo desviara de su curso. Y la verdad es que me dejó descolocado porque fue en ese momento que caí en la cuenta de que realmente no lo conocía. El niño de la portada, el que se abrazaba a sí mismo, se había convertido en alguien distinto: un hombre risueño y tremendo, un remolino que pasaba de aquí para allá sin concesiones.

Luego, en 2019, me vi en la posición de presentar mi propia novela, un libro precisamente sobre la muerte de mi madre y, organizado por la editorial, Julián Herbert fue mi presentador. No puedo decir que fue una experiencia «catártica» o «liberadora» —esas son palabras que la gente usa cuando intenta convertir el dolor en algo digerible—, pero lo que sí puedo decir es que fue en ese preciso momento que pasé de la primera a la segunda categoría de lectores de la novela de Julián Herbert. Yo ya no era el tipo de lector que tenía a su madre viva en la relectura de su libro, porque tuve que releerlo para que la charla fuera menos narcisista y vanidosa. No quería hablar sólo de mi libro, sino del suyo. Y ya no podía leerlo sin sentir ese tirón en el estómago, ese vértigo que se experimenta cuando las palabras ya no son solo palabras, sino algo más, algo mucho más pesado, mucho más destructivo.

En esa charla, frente al público, yo lo escuchaba con una especie de admiración que no era solo la admiración estándar que se siente por alguien que dice cosas interesantes y deslumbrantes, sino que había en el asombro algo mucho más visceral. Lo que me impactaba de Herbert no era solo la claridad con la que hablaba de escritura, sino la forma en que lo hacía, como si todo el asunto fuera un juego para él, un juego al que había aprendido a jugar tan bien que podía permitirse ser generoso y despreocupado, filosófico y divertido.

Parecía un niño abriendo una caja llena de objetos preciosos. Y mientras hablaba, mientras desmenuzaba mi libro frente a la audiencia, no podía evitar imaginarlo como un niño escarbando en mi jardín, metiendo las manos en la tierra y sacando cosas que ni siquiera sabía que estaban ahí. Herbert hurgaba, y extraía estos pequeños hallazgos, estas piedras brillantes, y las mostraba con una especie de entusiasmo infantil que te desarmaba. Todo lo que decía estaba bañado en una ternura inesperada.

Y lo más conmovedor fue que al hablar de mi madre —o mejor dicho, al hablar de lo que yo había escrito sobre mi madre—, de alguna manera también le permitía hablar de la suya. Era como si, al descubrir cosas en mi libro-jardín, estuviera desenterrando algo en el suyo propio, como si de pronto hubiera olvidado sus escondrijos y se sorprendiera de nuevo. Ése era Julián: con cada pequeña cuota de sabiduría, cada observación, cada frase, ahí delante de un montón de gente, volvía a ser ese niño en la portada.

Cuando terminó la presentación y salimos al pasillo, rodeados por ese torbellino habitual de gente apurada, cargando bolsas con libros y gafetes en el pecho, le propuse que fuéramos a beber algo, pero declinó la oferta con una cortesía diplomática, explicando que por esos días no estaba bebiendo alcohol y que prefería irse a dormir. Lo vi alejarse, ya no abrazándose a sí mismo, sino a su esposa Sylvia. Los observé hasta que se perdieron entre el océano de compradores compulsivos. Me quedé ahí de pie, sonriendo, y recordé una frase de su libro: «Formalizar en sintaxis lo que le sucede a uno (o mejor dicho lo que uno cree que le sucede) a contraluz de un cuerpo vecino es (puede llegar a ser) más que narcisismo o psicoterapia: un arte de la fuga». Habíamos trastocado algo mutuamente y eso había sido exhaustivo; además, ese pequeño botín que habíamos extraído de la charla literaria de unos momentos atrás debíamos atesorarlo y dejar para después las menudencias de la francachela. Sé que un día beberemos algo y dejaremos en paz nuestros jardines, quizá hablaremos de una serie de televisión o el último libro que estemos leyendo, pero mientras tanto, seguiré en ese pasillo frenético de Guadalajara, con las manos llenas de tierra, entonando una canción dormida en la tumba de la lengua.

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