Surrealismo Mágico: Una Teoría Caprichosa

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POR RODRIGO FRESÁN

André Bretón precursor del surrealismo. Fuente Wikicommons

Esto no es una pipa y tampoco es lo que se supone que sea. Y —como tantas cosas que quieren explicarse más por lo que no son que por lo que deberían ser— esto es un capricho. Eso que según la RAE es «determinación que se toma arbitrariamente, inspirada por antojo, humor o deleite en lo extravagante y original» y, también, «obra en la que el ingenio o la fantasía rompen la observancia de reglas. Y cabe preguntarse si hubo o hay o habrá ismo más caprichoso —en todo los sentidos— que el surrealismo. Ese sentimiento y esa idea en la que, como todo vale y vale todo, alguna vez Salvador Dalí se entrometió —como con tantas otras obras ajenas para hacerlas suyas— con los Caprichosde Goya. Y me lo pregunto mientras paso las páginas del recién aparecido Why Surrealism Matters de Mark Polizzotti. Ensayo en el que —ya en su primer párrafo— se informa de efeméride más que atendible. Sí: este 15 de octubre se cumplen cien años de la publicación del primer Manifeste du surréalisme (habría otro cinco años después acompañado por textos, ya más ingenuamente politizados y pro-marxistas, y los prolegómenos a uno más en 1942). Texto firmado por André Breton reclamando para sí el rol de vocero y autoridad y pionero (ya había publicado —en 1920 y junto a Philippe Soupault— las páginas en trance de Les champs magnétiques). Algo así como las Tablas de la Ley y Piedra Rosetta de la cuestión: esa sísmica movida artística y estado mental coincidiendo con la eufórica resaca de una Gran Guerra, el boom del psicoanálisis interpretador de sueños y la hoy para muchos misógina cosificación sexual de la figura femenina como fetiche para nutrir al artista macho.

Y el Manifeste arrancaba denunciando que «Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer». Reglamento enseguida cuestionado por segundos y terceros por amor al arte, al arte surrealista. Breton maquina maquinalmente su máquina. Y casi de inmediato estallan las conjuras y conspiraciones, se alinean bretones y contrabretonese hijos del padreo huérfanos del anti-padrede la criatura y de la Creaciónmientras el Sumo Sacerdote va y viene como patriarcal Gran Hermano decidiendo quién entra y sale de la casa de ese virtual irreality show.¿Quién se cree que es Breton? Después de todo, dos semanas antes de lo suyo, Yvan Goll había hecho público su propio manifiesto en el primer número de la revista Surrealism. Y antes el pintor Odile Redon se había propuesto plasmar en lo suyo «la lógica de lo visible al servicio de lo invisible». Y el por entonces vivísimo-muerto Guillaume Apollinaire ya había acuñado por primera vez el término —ese ir y andar sur, por encima, de la realidad privilegiando lo onírico e inconsciente y reacomodando el ojo a navajazo— en una carta de 1917 al poeta Paul Dremée donde, ubicando al fenómeno ya en la antigüedad más antigua, se leía eso de «Cuando el hombre quiso imitar el andar, creó la rueda, que no se parece en nada a una pierna. Así hizo surrealismo sin saberlo». Es decir: el hombre era surrealista desde que era hombre. Había surrealismo en todo texto sacro. Y hasta posibles reflejos y automáticos en Shakespeare, Cervantes, Sterne, Carroll, Sterne… Pero, por obra y gracia de Bretón —con una ayudita de antecedentes inmediatos como Tzara y Jarry— el surrealismo estalla y se estabiliza desestabilizándolo todo como fabriqué in France y produit en Paris. Y —en cuanto a la certificación de su factura eminentemente gala— alcanza y sobra con haberse expuesto a esa tan extraña ceremonia de apertura de los últimos Juegos Olímpicos para comprender que su vigor nacional continúa intacto a orillas del Sena.

Sí: el surrealismo es hoy otro fantasma que recorre el mundo, trasciende idiomas (el suyo es una suerte de esperanto polimorfo y perverso) y se acomoda con toda naturalidad entre naturales allí donde vaya y llega. Y es que es tan fácil ser surrealista-fácil y conformarse con romper el orden establecido en lugar de aspirar a la dificultad de proponer un nuevo orden de surrealismo-sofisticado. Para muchos —para demasiados— para ser surrealista basta con ser raro y original o hacerse el loco con mayor o menor convencimiento y esperar convencer de ello. Se puede ser eléctrico surrealista sencillo (la letra de «Lucy in the Sky with Diamonds» de los Beatles o las películas de Michel Gondry) o complejo (la letra de «Visions of Johanna» de Bob Dylan o las películas de David Lynch). Y, sí, el surrealismo es parte del realismo de nuestras vidas. Ahí están ese da-dásiempre en boca sin dientes de bebés; y todos esos amigos imaginarios en la infancia; y esos posters a colgar en la adolescencia mientras se ensueñan musas y magas; y esas anarco-alucinaciones en la rutina de oficinas de la madurez; y esos relojes que se derriten por la cada vez menor persistencia de la memoria en la vejez. (Nota bene:muchos de los greatest hits del surrealismo envejecen rápido y mal y sólo obras maestras, como la Nadja de Bretón en 1928, se las arreglan para, más allá de la transgresión del momento, alcanzar la atemporal y e inmortal categoría de gran novela de amor para siempre.) Y de ahí que, ya en 1926, un joven René Daumal advirtiese a Breton en cuanto que cuidarse y a cuidar a lo suyo de «un día figurar en guías de estudio o en la historia literaria; porque el honor al que debemos aspirar es al de ser inscriptos para la posteridad en los anales del cataclismo». Así, ahora surrealista es ese adjetivo que —como excusa que no disculpa— todos usan para referirse a cualquier cosa que nos parezca surrealista del mismo modo en que todo pueda llegar a resultar kafkiano, confundiendo a la cucaracha-escarabajo de Kafka con las hormigas del ya mencionado Dalí quien —más allá de sus excesos y autoparodias— no se merecía esa canción de Mecano. Así, claro, hoy por hoy, casi todo es —o puede ser o resulta tan cómodo y práctico y funcional que así sea— surrealista…

Pero, por obra y gracia de Bretón —con una ayudita de antecedentes inmediatos como Tzara y Jarry— el surrealismo estalla y se estabiliza desestabilizándolo todo como fabriqué in France y produit en Paris

…Y su naturaleza (su don y su estigma) trasciende fronteras y épocas. Y es esta internacionalidad mutante (el urinario de porcelana y el bigote en Gioconda de Marcel Duchamp, quien siempre se resistió a ser parte de la banda, probablemente sea el eslabón perdido entre el surrealismo y el pop de Warhol) la que permite al surrealismo viajar sin necesidad de pasaporte. Y contagiar en todas partes como virus pandémico infectando a todo de/género e in/disciplina, ahora mismo, hasta el infinito y más allá. Así, el surrealismo —según J. G. Ballard el más elegante y sutil surrealista-entrópico, Murakami sería el más travieso-ingenuo—consagrándose como «la más imaginativa de las aventuras» y el «movimiento artístico del siglo XX que más influyó en la literatura».

Así —a continuación, fijando mirada de perro andaluz o porteño o chilango, ladrando todos en el mismo idioma— el caprichoso y seguramente parcial intento de censar a una turbadora turba de acólitos letraheridos curados y curtidos en el cruce de cielos y océanos y montañas. Y —de acuerdo— en lo que sigue se abundará en superficial enumeración de apellidos sin demasiado descenso a la profundidad de obras y, por favor, entenderlo como gesto surrealista y casi de escritura automática de estas páginas en esta revista y alorsy allons!

Y, enseguida, la fiesta de la inacabable París de 1924 se extiende a todas partes. Y España —con Italia haciendo guiños fascitoides con el futurismo— está tan cerca y se convierte en la primera gran receptora del nuevo ismoen tiempos de tantos ismos: tiempos de ismoismo. Y se comprueba que los poetas son la mayor población de riesgo a la hora de surrealizarse, y son tantos los que se ofrecen a versar sus visiones. Muchos, localmente, todavía están muy ocupados con el ultraísmo y oponiéndose al modernismo y al novecentismo. Algunos se quedan a jugar apenas un rato, pero a todos les gusta el juguete para desarmar porque —como manifiesta el Manifeste— «El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible. Y esto se lo enseña la poesía». Y Breton visita España y predica la Buena Renueva. Cosas como que «En el ámbito de la literatura únicamente lo maravilloso puede dar vida a las obras pertenecientes a géneros inferiores, tal como el novelístico, y, en general, todos los que se sirven de la anécdota». En cualquier caso, Louis Aragon —conferenciando en 1925 en la madrileña Residencia de Estudiantes— ruge que no tiene nada en común con ese público al que destilaba «como alcohol en fondo de vaso del que bebería el lago de sus recuerdos». Y, entre los asistentes, seguro que hubo más de uno futuro e inmediato bebedor lacustre. Veloces conversos —quienes en principio reescriben surréalisme como sobrerrealismo o suprarrealismo o superrealismo,incómodos con el galicista surrealismo— al menos por unas cuantas estrofas en unas cuantas revistas como Alfar, Revista de Occidente, Litoral, Gaceta de Arte, L’Amic de les Arts, Hélix: Alonso, Buñuel, Larrea, Hinojosa, Gutiérrez, Alberti (pronosticando, casi meteorológicamente, que «la cosa estaba en el aire»), Prados, López Torres, Arbelo, Villa, Azorín, Cernuda, Lorca, Altolaguirre, Espinosa, Alexaindre y las greguerías del automoribundo Gómez de la Serna quien llevaría lo suyo al Nuevo Mundo que convertiría en su Mundo Nuevo. A algunos les gusta mucho. Otros se resisten a esa fragancia nacional de esencias importadas. Bergamín se refiere a la variedad ibérica como «surrealismo codorniú».

Y la Guerra Civil reclamará ismos más himnóticos que hipnóticos —comunismo, caudillismo— pero sin que eso extinga la especie. Porque viniendo del sueño, al despertar —como cierto dinosaurio— el surrealismo todavía estaba y estará ahí. El surrealismo es ese lugar al que se vuelve cada vez que es necesario irse. Y así Breton se va a hacer y a deshacer las Américas.

Imagen del Manifiesto del Surrealismo, de André Bretón

«No intentes entender a México desde la razón, tendrás más suerte desde lo absurdo: México es el país más surrealista del mundo», proclama Bretón —con aires de conquistador— no más tocar tierra en 1938. «De ninguna manera volveré a México. No soporto estar en un país más surrealista que mis pinturas», se excusa un indignado Dalí. «No sabía que yo era surrealista hasta que André Breton me lo dijo», dice Frida Kahlo desde la cama con esa voz de sueño que no cesa. Y Bretón vive en su casa y —junto a Diego Rivera y a Trotsky— se sienten casi obligados a escribir un texto à troisal que titulan Manifiesto por un Arte Independiente y Revolucionario. Trotsky empieza a dictarle notas a Breton, quien se descubre «súbitamente privado de mis poderes». Y es esta potente impotencia la que de inmediato pone de manifiesto los problemas de la aplicación del Manifesteen el Nuevo Mundo. Porque para Latinoamérica, el surrealismo no es una receta sino, apenas, un ingrediente que puede ser fácilmente suplantado por otro. Porque allí todo es extraño y nada se queda quieto y abundan los sueños despiertos y —visionarias como Leonora Carrington y Remedios Varo— descubren que de este lado sus alucinaciones tienen más sentido que del otro. México recibe, sí, pero para mexicanizar. Allí —a diferencia de en Europa— no hay nuevo orden que imponer porque impera el más creativo de los desórdenes y no ha expirado el influjo de lo diferente al que se enfrentaron Colón y quienes siguieron su ruta (y, de nuevo, Bretón en su Manifeste:«Para descubrir América era necesario que Colon navegara con locos. Vean como esta locura ha tomado cuerpo, y durado»). Octavio Paz —más por amante de lo europeo que por otra cosa— primero se muestra entusiasmado pero no demora en desencantarse. Lo mismo le sucede luego a Vallejo quien, desilusionado, se dice que «los surrealistas no pudieron superar su famosa crisis moral e intelectual con formas realmente revolucionarias, es decir, destructivo-constructivas». Y la curiosidad y asombro iniciales de los nativos pronto se desentiende de esos espejitos y vidrios de colores y opta por los esqueletos de Posada antes que por los ensombrerados de Magritte. Y el revolucionado a base de pólvora México acaba siendo más influyente en la polvorienta Europa de entreguerras. Y el incontinente continente no demora en proponer su propia versión/vacuna/antídoto contra el virus extranjero: lo real maravilloso y el realismo mágico. En 1949, Alejo Carpentier con El reino de este mundoy Miguel Ángel Asturias con Hombres de maíz ponen las cosas claras enrareciéndolas y alejándose de los «juegos de prestidigitación» franceses. Y más tarde, con la fundación de Macondo, la casa se llenará de espíritus y serán cien años no de soledad sino de abultada compañía donde los linajes familiares casi decimonónicos no estarán reñidos con la bella posibilidad de salir volando o con las diatribas de la poeta Cesárea Tinajero byel alguna vez infrarrealista Roberto Bolaño —más cerca del post-dadá y aullador cut-up beatnik que de la escritura automática bretoniana— burlándose de todas esas vanguardias de los años ‘20s. Y se detectarán focos de resistencia que intentan promover un surrealismo puro e importado. César Moro y Emilio Westphalen en Perú. Una pizca en Neruda y Gonzalo Rojas y en la anti-poesía de Nicanor Parra y el Grupo Mandrágora en Chile (cabe destacar que la tercera esposa de Bretón —gran crossover— será la escultora chilena y surrealista Elisa Bindhoff). Y la poesía de Calzadilla en Venezuela. Y el antropofaguismo brasilero y el nadaísmo colombiano. Y en el Río de la Plata —tal vez por quererse y creerse europeos en el exilio— la cosa parece funcionar mejor. En Montevideo —¿montículo con ojos?— todavía asombra Isidore Lucien «Conde de Lautréamont» Ducasse en cuyos Cantos de Maldoror, de 1869,Bretón admiró y fijó como antecedente incontestable de lo suyo aquello de «la belleza del encuentro fortuito de un paraguas y una maquina de coser en una mesa de disecciones» y que le inspira lo de «la belleza será CONVULSA o no será». Y, obedientes, Montevideo y Buenos Aires (surrealísticamente aspirando a ser la París de Latinoamérica) entran en convulsiones políticas como las que soñó Breton para su ingenio ya a mediados de siglo. Y ya no importa tanto precisar si Felisberto Hernández o el Onetti de La vida breveo Levrero son surrealistas o —simplemente y según Ángel Rama— «raros». Tampoco si son surrealistas Macedonio y Girondo. O si son surrealistas los conejitos vomitados y carteados a París o las diabólicas y babosas fotos de Cortázar o los «gestos» del performer-autocatastrofista Federico Peralta Ramos. Mientras, los fantásticos Borges y Bioy Casares apenas escondidos bajo su alias doble de H. Bustos Domecq se burlaban con maligna ternura del argentino Aldo Pellegrini —fiel y entregado traductor casi inmediato de las instrucciones de Breton— y de todas esas «revistitas dañinas e insustanciales» donde no se demora en contraacusarlos de ser «escribas gelatinosos». Páginas donde publicaban jóvenes poetas —Enrique Molina y Alejandra Pizarnik a la cabeza— invocando indistintamente a condesas vampiras centroeuropeas y a la telúrica Pacha-Mama. Y, claro, en más de uno o una impera un ánimo más surrealistillo que surrealista. Pronto, el movedizo cadáver exquisito de Evita Perón se convierte en santa reliquia y el Instituto Di Tella en versión bonaerense de The Factory. Y miles de niños se educan a base de la surrealista-beatlesca Yellow Submarine (dibujos animadísimos en lo que, al final, los derrotados Blue Meanies escogen a Argentina como destino alternativo) y con las «canciones para mirar» de María Elena Walsh y su amnésico crónico «País de Nomeacuerdo» para que los pequeños desafinen eso de «En el País de Nomeacuerdo / Doy tres pasitos y me pierdo / Un pasito para allí, no recuerdo si lo di / Un pasito para allá, ay, que miedo que me da».Y amnesia voluntaria y miedo obligado. Y —de golpe y de estado— casi todo es subversivo para las autoproclamadas fuerzas del orden. Y, claro, pocas cosas hay más transgresoras de lo establecido y reglamentario que el surrealismo. «Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme», había avisado Breton en su Manifeste. Y la semana de bondad en collage da lugar a la crueldad de los años de plomo en libros quemados. Y yo me acuerdo, yo estuve ahí. Con diez años y en uno de los tantos raids al departamento en el que por entonces vivo. Y se sabe que los blue meanies parapoliciales entran y suelen ir directamente a las bibliotecas domésticas: dime qué lees y te diré cómo eres y a quien apoyas, creen. Y en la biblioteca de mis padres encuentran un libro titulado La revolución del surrealismo. Y la palabra que más los excita entonces no es surrealismo sino revolución. Y sonríen. Y ya pueden imaginarse o no cómo continuará; pero, sí, sépanlo: todo lo que sigue será, manifiestamente, convulso aunque no bello pero sí, de algún modo, muy pero muy surrealista. Y —a su terrible manera— muy caprichoso.

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Rodrigo Rey Rosa, el cronista de un pais toxico

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