La entrada Rodrigo Rey Rosa, el cronista de un pais toxico se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.

Hay una vieja boutade que dice que si Kafka hubiera sido latinoamericano, sería un escritor costumbrista. Esta afirmación la determina el peso de lo absurdo y angustiante de la realidad social, y la manera como el poder injusto, y tantas veces arbitrario, distorsiona esa realidad, y al mismo tiempo altera y trastoca las vidas de los individuos, y los coloca indefensos frente a la represión y el castigo, más allá de la culpa.
El surrealismo, si es que queremos usar ese término, deja de ser una entelequia del escritor para alterar el mundo real en busca de hacerlo aparecer extraño o extraordinario. Deja de ser nada más un procedimiento artístico para convertirse en un registro de lo cotidiano, mientras más fiel, más asombroso. Lo insólito no es una cualidad de la escritura, sino de la propia realidad.
El escritor como cronista imaginativo, que no necesita distorsionar la realidad, sino transcribirla con neutralidad, lejos de la pasión retórica, de la admonición o la denuncia deliberada, para que esa realidad nos parezca tan perversa como es, donde los malvados viven a resguardo, porque han creado el sistema que los protege, se jactan de su impunidad, y cuando ocurre algún esporádico acto de justicia, huyen hacia los rincones para esconderse, como las ratas cuando se enciende la luz. Como, por ejemplo, Guatemala, contada por Rodrigo Rey Rosa (1958).
Rey Rosa proviene de una rica tradición narrativa. Si en Centroamérica Nicaragua ha sido sobresaliente por sus poetas, Guatemala lo ha sido por sus prosistas, desde el consabido nombre de Miguel Ángel Asturias (1899-1974) a los de Luis Cardoza y Aragón (1904-1992), Mario Monteforte Toledo (1911-2003), y Augusto Monterroso (1921-2003). Hay un salto de casi medio siglo para que una voz nueva, y esta es la de Rey Rosa, se establezca de manera definitiva, con una obra variada y dilatada, desde su primer libro de cuentos El cuchillo del mendigo, publicado en 1986, a los 28 años, hasta Metempsicosis, su última novela de 2024, veinte libros de ficción entre cuento y novela.
Viajero desde muy joven, vivió en Nueva York, donde estudió, y también en Europa y Marruecos, donde fue discípulo y amigo de Paul Bowles, una relación ahora legendaria. «Si alguno de ustedes está aquí porque cree que yo puedo enseñarle a escribir best-sellers y que con eso va a ganar dinero, está en el lugar equivocado», le escuchó decir sonriente la primera vez que asistió a su taller literario en Tánger.
Un viaje desde Borges, cuya influencia inicial Rodrigo confiesa, y no hay ningún escritor de su generación que no hubiera estado marcado por Borges, al magisterio de Bowles, con la aprehensión de que «aquel «existencialista de línea dura» como había oído que se referían a Bowles mis colegas mayores», despreciara la relación literaria de un joven aprendiz guatemalteco con el otro. Pero Bowles no sólo había leído a Borges, también lo había traducido al inglés, y había leído también a Bioy Casares, y Rodrigo aún no. Y conocía, además, Guatemala. Nada que le extrañara.
Luego Rodrigo se asentó en 1992 en Guatemala, donde vive ahora, con estancias largas en Atenas, y al hacer un recuento de su andadura literaria confiesa también que, de alguna manera, ha pasado de lo que él llama «la literatura abstracta», a lo concreto, cerca de la compleja y fascinante realidad de su país, y cerca de la realidad de los pueblos indígenas quiché y cachiquel, que explora en novelas suyas, como la penúltima publicada en 2019, Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre, sobre la que dice:
«Durante mucho tiempo a los indígenas les han expropiado las tierras de manera irregular. Me enteré de que acababan de excomulgar a un grupo de cofrades porque estaban ganando un pleito por tierras. Vi los papeles del caso y sólo tiré del hilo narrativo».
El material humano, su novela publicada originalmente en 2009, comienza con un listado de fichas policiales sacadas del Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala. Aparecen registrados ciudadanos señalados por comunistas, por repartir volantes sediciosos, por contravenir el toque de queda; o por posesión de armas de fuego o explosivos.
Pero también hay un chusco anotado por liberar un zopilote dentro del teatro Capitol, al amparo de la oscuridad; un sastre por tahúr; una mujer por ejercer el amor libre, otra por practicar ciencias ocultas, la quiromancia y la cartomancia; un barbero por «ingerir licor con otros individuos que se dedican a desnudar a los ebrios trasnochadores»; un oficinista por publicar obscenidades, un proxeneta por explotar a mujeres de la vida galante; y uno detenido por difamación, pues «aseguró tener relaciones carnales con Carmen Morales, quien a petición de su madre sufrió examen médico, resultando ser virgen»; y, en fin, un jornalero por insubordinarse contra su patrón.
Las fichas policiales registran la vigilancia política sobre la corrección de conducta, y los pecados capitales contra la seguridad pública se revuelven con los pecados veniales, que pasan ambos a tener la misma categoría de infracción que merece ser registrada, porque la ficha queda abierta a las reincidencias.
Toda irregularidad de comportamiento, cualquiera sea su tamaño, es potencialmente peligrosa para el estado patriarcal que nació en la colonia, sobrevivió a la independencia, y fue alimentado por la revolución liberal del siglo XIX, que entre la pompa de las reformas modernizadoras introdujo leyes de servidumbre para que las fincas cafetaleras ni carecieran de mano de obra, y discriminó siempre a las etnias indígenas, la mayoría de la población, sometiéndolas a un régimen que nunca dejó de ser de apartheid. Es el denso entramado que el historiador Severo Martínez Peláez analiza en su libro de 1970, La patria del criollo.
Para Rey Rosa, «el mundo maya, tan poderoso y rico, tendría que ser una esperanza. Nos hace diferentes». Pero es ignorado, y en lugar de ser motivo de orgullo, lo es de discriminación, consecuencia de una sociedad social y culturalmente estratificada.
Las dictaduras de Manuel Estrada Cabrera, que reinó entre 1898 y 1910, el personaje de El señor presidentede Miguel Ángel Asturias, y la de Jorge Ubico, de 1931 a 1934, remacharían los clavos del estado feudal. Una sociedad que, hasta hoy día, según la describe el propio Rey Rosa, es «de enormes contrastes entre la opulencia y la miseria, que tiene una burguesía pequeñísima, instruida en tres librerías».
Y en otra entrevista agrega: «La irresponsabilidad y el infantilismo de las clases dirigentes, su falta de contacto con la realidad. Guatemala es un país que no funciona, que es peligroso, socialmente tóxico. Hoy se está exiliando más gente de la que se exiliaba en los 80 por inseguridad social. Me duele la ignorancia y el egoísmo de los poderosos. Y parece que no hay manera de que eso se acabe».
El inventario de fichas con que se abre El material humano da paso en la novela a un descenso a los infiernos de la represión y la corrupción que ha seguido marcando la vida actual de Guatemala, ese mundo de sombras y dualidades donde el terror cambia continuamente de rostro, tan de las costumbres cotidianas, y por eso tan kafkiano.
Oscuro mundo cerrado por el que Rodrigo se mueve buscando las claves que están en todas partes y en ninguna; y ese amasijo de viejas cartulinas policiales que abre las puertas de El material humano, es la imagen de un país que en sus estructuras tan arcaicas ha variado poco desde los tiempos del general Jorge Ubico, el último de los que podríamos llamar los dictadores clásicos del país, por su extravagancia y mitomanía, baste recordar que se hacía fotografiar con la mano metida dentro de la casaca para que su imagen recordara a la de Napoleón Bonaparte, del que imitaba también el mechón caído sobre la frente.
Más tarde vendrían los vulgares militares de cuartel incubados en la guerra fría y entrenados en la Escuela de las Américas de la zona del canal de Panamá, como el coronel Carlos Castillo Armas, mediocre personaje impuesto por la United Fruit Company en la silla presidencial, después que los hermanos Dulles derrocaron en 1954 al presidente constitucional Jacobo Árbenz, heredero de la revolución encabezada por civiles y militares que derrocó a Ubico en 1944, cuando el profesor Juan José Arévalo fue el primer presidente electo libremente en el país. Fueron diez años de lo que aún se llama «la primavera democrática».
Castillo Armas fue asesinado en 1957 por un guardia de palacio que volvió su fusil de reglamento contra él, consecuencia de una conspiración urdida por el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, como se cuenta en Tiempos recios,la novela de Mario Vargas Llosa.
Luego se sucederían los dictadores salidos de la cúpula militar, respaldados por la oligarquía, y ejecutores de las campañas contrainsurgentes contra los movimientos guerrilleros, algunos de ellos grises y otros con sus propias excentricidades. A Castillo Armas le siguió en 1958 el general Miguel Ydigoras Fuentes, que cuando lo acusaban de senilidad se ponía frente a las cámaras de televisión a saltar con una cuerda.
En las páginas de El material humano podemos seguir el trazo de los hilos soterrados que tejen el sistema. Hilos que zurcen esos rostros que entran y salen del Palacio Nacional en sombras. Represión despiada, corrupción obscena, complicidades criminales, alianzas sórdidas, sumisión y servilismo
Distintos rostros y un solo rostro, una sola máscara. De Estrada Cabrera, a Ubico, a Castillo Armas, a Ydigoras Fuentes, al general Peralta Azurdia, al general Arana Osorio, al general Kjell Laugerud, al general Romeo Lucas, al general Efraín Ríos Montt. Debajo del paisaje encantado, las oscuras cavernas donde moran en el inframundo los señores de Xibalbá, que son los dueños del exterminio y de la muerte en el Popol Vuh.
Ríos Montt, llegó al poder por un golpe de estado en 1982, y años después fue juzgado y condenado por genocidio, pero la sentencia terminó anulada, a pesar de arrastrar tras de sí una sangrienta cauda de crímenes, nada menos que decenas de aldeas indígenas arrasadas, y la cuenta de cien mil muertos entre hombres, mujeres y niños, el inventor de los cementerios clandestinos.
Patriarca de la Iglesia del Verbo, una secta fundamentalista pentecostal que tiene su sede en Eureka, California, se decidió a terminar con lo que llamaba «los cuatro jinetes del moderno Apocalipsis»: el hambre, la miseria, la ignorancia…y la subversión. Él sería el quinto de eso jinetes, y el mejor armado. En sermones semanales televisados, la Biblia en la mano, explicaba el alcance purificador de su régimen. El buen cristiano, sentenciaba, es «aquel que se desenvuelve con la Biblia y la metralleta».
En las páginas de El material humano podemos seguir el trazo de los hilos soterrados que tejen el sistema. Hilos que zurcen esos rostros que entran y salen del Palacio Nacional en sombras. Represión despiada, corrupción obscena, complicidades criminales, alianzas sórdidas, sumisión y servilismo.
El personaje que narra El material humano termina descubriendo en los Archivos de la Policía Nacional su propia historia, que es como descubrir la historia de Guatemala. Y han tenido un archivero misterioso, el bachiller Benedicto Tun, que parece él mismo atravesar toda la historia del siglo veinte detallada en las fichas policiales, miles de seres anónimos encartados, la suma de la sociedad que se mueve entre el horror y la picaresca.
Ubico mandó a dictar en 1934 una Ley contra la Vagancia, celebrada por la gente de bien porque así se garantizaban la seguridad y la tranquilidad públicas. Y esa ley empezaba por definir quiénes debían ser considerados vagos, o sea, los pobres: «los que no tienen oficio, profesión, sueldo u ocupación honesta que les proporcione los medios necesarios para la subsistencia«; los que ejerzan la mendicidad y, de paso, los entretenidos, «los que concurran ordinariamente a los billares públicos, cantinas, tabernas, casas de prostitución u otros centros de vicio, de las 8 a las 18 horas»; los propietarios de terrenos rústicos que no le saquen renta, «los que comprometidos a servir a otro con su trabajo enfincas, no lo cumplen», una manera de forzar a la servidumbre; y los estudiantes matriculados que sin motivo dejan de asistir puntualmente a clases.
La pena del delito de vagancia era la cárcel, y el trabajo forzado «en los talleres del Gobierno, en las casas de corrección, en el servicio de hospitales, limpieza de plazas, paseos públicos, cuarteles y otros establecimientos, obras nacionales, municipales o de caminos». Y los desertores de sus lugares de trabajo en el campo, eran puestos a merced de sus patrones.
Era un sistema que tenía lo que podemos llamar defensores orgánicos, además de los propagandistas oficiales. Igual que ahora, la seguridad pública era un apetitoso cebo a ofrecer. Un país libre de asaltantes, rateros, carteristas donde se pueda circular sin temor por las calles. Una persona con aspecto de menestral era apresada de inmediato si se la sorprendía circulando por un barrio pudiente, según el reglamento de policía.
Un entusiasta de la época florida de Ubico dice en un periódico: «No faltan las historias de los abuelitos que cuentan que durante su gobierno se podían dejar las puertas de las casas abiertas y que el crimen común era casi nulo, ya que todos sabían lo que les podía suceder si llegaban a ser apresados por la policía nacional. Se pone muy de manifiesto que realmente había un efecto disuasivo a los comportamientos antisociales debido al miedo que se tenía a la pena a purgar».
Ese también el cebo de nuestros días, para crear o justificar dictaduras celosas del orden público y el bien de los ciudadanos decentes. La seguridad pública, el orden policial, las buenas costumbres, impuestas por el gamonal dueño de la finca. Como afirma Rey Rosa, «los países centroamericanos siempre han sido como países-finca. No hay una mentalidad de país, sino de finca».
Pasar de lo abstracto a lo concreto en la literatura, significa hacer constar los hechos bajo la luz de la ficción, que no deja nunca rincones oscuros. Por eso él mismo dice: «ese es el trabajo del novelista: que todo parezca verdad. Ese es mi oficio».
La entrada Rodrigo Rey Rosa, el cronista de un pais toxico se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.