La entrada Contra el mercado (o sobre el divorcio del libro y la literatura) se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.

«Éste es el divorcio definitivo entre el libro y la literatura», creo que fueron las palabras de un joven poeta chileno en una conversación algo informal, hace unas semanas. La melancolía se sentía en el aire, y digo melancolía aunque sé que esa palabra suele tener un tufillo conservador y la frase parece elitista, incluso fastidiosa. ¿Es que todos los libros debieran ser literarios? ¿Por qué no científicos, históricos o terapéuticos? ¿Por qué no libros de cocina, ajedrez o tejido?
Sí, claro que esos libros también deben tener un lugar en las bibliotecas del siglo XXI, nadie ha dicho lo contrario. El problema es que la literatura se reste precisamente de los espacios literarios, y no de los de cocina, ajedrez o tejido. Sí, decíamos ese día con el poeta, la literatura, como susurrándola, esa que a veces se instala en las grandes editoriales y otras veces no, pero que hoy, como nunca, almacenada ya en una fría bodega transnacional o en el armario de limpieza de la casa donde funciona la editorial autogestionada, queda semioculta. Y esto ocurre no sólo cuando está en una caja o en un apiladero de libros malogrados, sino también en las páginas culturales que dedican más espacio a lo que se vende, eso que muchas veces no es literatura, o en los programas y las clases de las universidades donde ya nadie quiere hablar de ella porque hay textos que no sirven para pensar el Chthuluceno.
Que se entienda que el mundo no es simétrico ni maniqueo: aquí no se quiere decir que los buenos libros sean marginales y los malos estén allí donde los puedan ver los booktubers y las celebridades. Pero es desde hace ya un rato que los juicios literarios, fundados en una vasta formación lectora, en argumentos, en comparaciones, relecturas y edictos teóricos, valen menos que un pepino. Hoy difícilmente la opinión de un crítico puede torcer la acogida y recepción masiva de un libro (literario). Y en la trastienda de premiaciones, congresos y presentaciones literarias —todo ese mundo de sociabilidad que tanto desde fuera como desde dentro mismo suele pintarse como un espacio siniestro, dividido en no menos siniestras camarillas, dispuestas a linchamientos o lapidaciones por cuotas de poder cada vez más pequeñas—, escritorxs e intelectuales manifiestan su incomodad por estar viviendo un tiempo-bisagra, chirriante, mal aceitado, para algunos plagado de incertidumbres (¿esto tendrá vuelta?) y para otros, apocalíptico o final (sólo nos queda la barbarie).
Libros literarios. No hace mucho que se está reeditando la obra de autores como el chileno Mauricio Wacquez, quien vivió casi toda su vida fuera de su país, y quizás por eso pocos sepan quién es él, aquí y allá, porque no estuvo del todo en ningún lado, o porque no era de lectura fácil, o porque sus obras estuvieron prácticamente secuestradas, o las mil razones que lo dejaron del lado de la sombra, mientras José Donoso o Antonio Skármeta quedaban de un lado más luminoso. Me quedo sobre todo con la idea de que no fue una lectura fácil, como no lo son tampoco el argentino Héctor Libertella, los primeros libros de María Negroni, el proyecto de Guadalupe Santa Cruz, los poemas de Sergio Raimondi, Germán Carrasco, Alicia Genovese, autores que escriben y piensan honda, profundamente, la poesía. Tantxs autorxs de obras que crecieron a espaldas al mercado, alejadas de la bulla. Los libros un poco inclasificables de María Moreno, la narrativa de Claudia Hernández o María Sonia Cristoff, quien, a propósito de estos temas —el mercado, el trabajo, el lugar autorial— y de su habitual reticencia a las luminarias, comentaba en esta misma revista: «no (…) estoy defendiendo el ostracismo elitista, ni mucho menos cayendo en la inocencia de pensar que se puede pertenecer al mundo literario sin estar inmerso en el mercado; lo que propongo es que circulemos ahí, claro que sí, pero sin perder el sentido crítico, sin abandonar la lucidez de la sospecha, sin ejercer formas de la pertenencia a contrapelo, sin subirnos acríticamente a todos los trenes. Usar esos lugares de enunciación para ejercer algunas de las microrresistencias de las que habla De Certeau, inventarnos tácticas de desacato, cuanto más sutiles mejor». Microrresistencias que tienen que ver con defender otro concepto del tiempo, de la escritura, de la lectura, que no sea el que imponen el dinero, las ferias, los ránkings.
Pero ¿cuál sería el problema que se entrevé en que los libros ahora sean sobre algo que no definimos como literario, pero sí atractivo para el mercado? En 2006, comenzó a circular un artículo de Josefina Ludmer que habría de hacerse muy conocido: «Literaturas postautónomas», donde ella planteó que la «autonomía literaria» respecto de poderes como el mercado o la política —que es el tinglado que sostiene la cuestión del valor estético— ya no existía más. Su texto pasó por distintas formulaciones y en su versión del año 2009, la «2.0» (la tituló así), escribió: «Al perder voluntariamente especificidad y atributos literarios, al perder “el valor literario” [y al perder “la ficción”], la literatura postautónoma perdería el poder crítico, emancipador y hasta subversivo que le asignó la autonomía a la literatura como política propia, específica. La literatura pierde poder o ya no puede ejercer ese poder». Ludmer incluso fue más allá de esta descripción (que es imposible no compartir, al menos en parte), para decir, sobre estas nuevas formas de escribir y de leer: «A mí me gustan y no me importa si son buenas o malas en tanto literatura. Todo depende de cómo se lea la literatura hoy. O desde dónde se la lea».
Si bien admiro a Ludmer —y envidio su capacidad para crear máquinas de lectura tan perdurables como hermosas—, coincido con quienes criticaron su propuesta porque vieron en ella más que una provocación antielitista, un peligro para el pensamiento crítico. Invocando sobre todo a T. W. Adorno, para 2013 un montón de escritores y críticos ya habían procurado devolver las aguas al cauce de la autonomía: Martín Kohan, Alberto Giordano, Hebert Benítez, entre otros. La literatura, recordaban en sus textos, lejos de ser una institución elitista, esteticista, distanciada de la realidad, funciona como espacio crítico en virtud precisamente de esa autonomía: al tener su propio lugar, puede confrontar realmente a la sociedad en que se produce, un valor (político y estético) del que, creo, pocos deseamos prescindir, porque incluso en este año 2025, después de la pandemia y los remezones que nos viene dando la ultraderecha en distintos puntos del planeta, la literatura puede seguir siendo un espacio de luchas.
Todo esto estaba en el aire ese día en que hablé con el poeta chileno. La omnipresencia del mercado, el reinado de los influencers y la fetichización del autor metamorfoseado en mercancía, cuestiones que la propia Ludmer alcanzó a ver y por las que supongo que en una siguiente versión del mismo artículo, esta vez titulada «Literaturas postautónomas. Otro estado de la escritura», publicada por la revista chilena Dossier en 2013, ese «A mí me gustan» provocativo de la versión 2009 desaparecía, se esfumaba, se hacía bolita, mientras crecía el análisis de las relaciones entre la literatura y el mercado, entre la literatura y el dinero. Ludmer daba más explicaciones: ese prefijo «post» que usa en todas las versiones de las literaturas postautónomas, se vincula no tanto con la idea de una división tajante entre un pasado glorioso y un presente incierto; tampoco es «anti» o «contra» la literatura, sino «alter»: «No es que las literaturas se desautonomicen totalmente ni que desaparezcan: todavía existen las instituciones literarias, las academias, las carreras de letras, las revistas literarias, los congresos y los premios… Todavía existen, pero la imagen es la de algo abierto y agujereado».
Todos tenemos que comer y nadie puede reclamar para sí ninguna pureza, tampoco el poeta chileno que, como yo, vive en Santiago, o sea, donde el diablo perdió el poncho, como decimos nosotros, o en la cresta de la loma, siempre pensando nuestra ubicación de manera colonial, lejos del norte, lejos de los lugares donde parecen ser dueños de las preguntas y le piden su parecer sobre la literatura latinoamericana a Dua Lipa, Natalie Portman o Barak Obama, que leen traducciones, ¡y no a nosotrxs! Puede que muchas veces ellos acierten, pero también es verdad que en este campo cabizbajo, agujereado como escribió la brillante Ludmer, también prospera la mediocridad.
Los premios siguen existiendo con la forma de una cáscara vieja y hay acuerdo en criticarlos, pero también en recibirlos. A quienes enseñamos en las universidades continúan criticándonos nuestro academicismo, cuando en el ámbito de la literatura, al menos, cada día nos acercamos más a los estándares del mercado.
No, no lo entiendes, no lo juzgues, es que esto es tantito postautónomo, tantito postmoderno y tantito posthumano.
No, pues, ¿para qué tener nostalgia de la crítica literaria, si tenemos Goodreads, la meca de la democracia literaria?
Pues bien: ni Goodreads es la democracia de nada, ni el gusto personal de los booktubers o los instagrammers que postean libros parece un ejercicio intelectual que los académicos y críticos de antaño estemos obligados a admirar.
En 2019 Hernán Vanoli publicó El amor por la literatura en tiempos de algoritmos, procurando explicarse y explicarnos la actual relación de las «plataformas de extracción de datos» con las industrias culturales, en que «tanto el valor literario como los derechos individuales han empezado a girar en el vacío», como escribe en una de sus tesis. «Infectados de carisma», dice, para explicar cómo la identificación con los rostros de las RRSS ha venido a reemplazar la discusión sobre la literatura y amenaza con su extinción (la disolución en la postautonomía). Y es que ¿de verdad a nadie le parece raro que de un tiempo a esta parte, por mencionar solo un ejemplo, sea Irene Vallejo, la autora de El infinito en un junco, la estrella de cuanta feria y festival del libro se realiza en diversos lugares del mundo? ¿Que se haya convertido en una de las voces hispanas más autorizadas para hablar de literatura, después de haber escrito un relato sobre todo histórico, con licencias imaginativas que no me atrevería a llamar literarias por lo que hay en ellas de lugar común? No se trata de quitar mérito a su trabajo, que es de otra índole, sino de intentar reencajar las piezas en un juego que de pronto lo mezcló todo, como si se tratara de un dominó gigante de piezas arcoíris psicodélicas, vueltas para todos lados, donde el seis -¡el seis, qué risa!- es el número máximo. Sí les pareció raro a algunas escritoras que, durante la Feria del Libro de Bogotá de 2024 —a la que Vallejo asistió como invitada de honor y dio la conferencia inaugural (sí, ella, y no María Negroni, María Moreno o Sergio Raimondi)—, alzaron la voz para advertir sobre este endiosamiento. Yolanda Reyes escribió que «el entusiasmo suscitado por El infinito en un junco contrasta hoy con la carencia de espacios para la divulgación cultural (por no decir para la crítica literaria) en Colombia. Entre el discurso “buenista” que confiere a la lectura la responsabilidad salvadora de solucionar inequidades con la visita esporádica de alguna autora (“una palabra tuya bastará para sanarme”) y la precariedad de la pedagogía de la lectura y de las acciones culturales hay un abismo tan grande como las brechas de inequidad en este país, que se reflejan también (pero no solamente) en el ámbito simbólico».
Las críticas contra las «criticonas» como Reyes y una que otra más que se atrevió a juzgar sobre el tema, no tardaron en llegar. Las acusaron de lo mismo de siempre: envidia, ambición, deseo de hacerse notar. Es por esto que lo que hacemos los académicos e incluso los críticos sobrevivientes de la postautonomía (nuestro trabajo sólo se entiende en el régimen de autonomía que, ojo, no es lo mismo que bregar por el esteticismo) es agachar la cabeza y quedarnos en silencio o suspirando, pensando en tiempos pasados o hablando de libros literarios, que es lo que aprendimos a hacer porque nadie nace sabiendo nada («no se nace escritor, se nace bebé», decía la sin par Hebe Uhart, «descubierta» por el mercado cuando tenía casi 80 años). No son pocos lxs autorxs que ya nos han mandado a guardar nuestras apreciaciones (¿por qué no te callas?) para que el laissez faire literario se imponga sin que agüemos la fiesta y el mercado reine, por fin, sin flagelantes. Lo más extraordinario es que en los tiempos que corren, manifestar inquietudes críticas queda como un tic conservador y casi siniestro. ¿Pero es realmente «progresista» en estos tiempos, de flagrante amenaza de pretendidos libertarios, quedarse callados para que los demás puedan vender tranquilos?
Josefina Ludmer entrevió las consecuencias. Lo sabía en 2013 y quién sabe qué escribiría hoy sobre sus literaturas postautónomas. Quizás qué pensaría no solo de la posición de la crítica o de la frase del poeta chileno que abre este texto, sino sobre todo de lo que ocurre con lxs escritorxs en este nuevo régimen de creación y circulación. Hace un tiempo la escritora Dahlia de la Cerda, de quien suelo recomendar el ensayo «Feminismo sin cuarto propio» —de los más genuinos, rápidos y vibrantes que he leído en el último tiempo—, escribía lo siguiente en su Instagram, en junio de 2024: «Vine a ser vulnerable: a Perras de reserva no le fue como yo esperaba en España. Y no soporté porque soy ambiciosa, más ambiciosa que toda la gente que conozco. El no colarme en las listas, premios y super ventas me causó tristeza y frustración. (…) Ya me sequé las lágrimas y decidí hacer lo único que me sé: la de chingarle un montón. No me voy a quedar sentada esperando a que mágicamente Desde los zulos sí llame la atención. No. Vendiendo en el tianguis aprendí que ‘la que no grita, no vende’ (…) A Desde los zulos le voy a hacer toda la promoción que sea necesaria, toda. Porque si por pendeja no me fue como esperaba, por chingona recupero el rumbo y la rompo. Ni modo, aquí se hace lo necesario para ser una maldita estrella».
Este grito de guerra de la autora mexicana tiene mucho en común con el famoso estribillo de Shakira: sí, las mujeres no lloramos, las mujeres facturamos. No hay nada malo en ello, salvo porque escritoras como De la Cerda, que tienen cosas que decir y cómo decirlas, están preocupadas de ser estrellas y romperla. Estar en los ránkings, estar en las ventas. Para colmo de males su horizonte es el mercado español: una vez más Latinoamérica debe pasar por la metrópoli para validarse. Una vez más hay que ser leído en Madrid o en Barcelona. Este mismo artículo en gran medida sale en una revista española, porque cada día son menos los espacios de divulgación masiva en las ciudades latinoamericanas. Que se entienda bien: el problema no es sólo de Dahlia de la Cerda: es de este mundo, con su hervidero de contradicciones, por las que finalmente, con discursos radicales y políticamente atractivos, estamos al mismo tiempo afirmando nuestra colonialidad. Nuestras complicidades, intencionadas o no, con el mercado.
Non serviam,susurro. No es el «no te serviré» vanguardista, ambicioso y triunfal de Vicente Huidobro, cuando en un acto de rebeldía antimimético y pensando que su destino era crear un lenguaje nuevo y sin ataduras, le habló así a la naturaleza. «No te serviré» es, en este texto, más bien una voz que se va apagando, enmudecida por el poder abstracto del mercado y el apuro tenaz de los consumidores. Por el tiempo de las máquinas y del dinero que empujan a lxs escritorxs a apurarse entre un libro y otro y a sus lectorxs a buscarlos en las ferias y plataformas de ventas y distribución para olvidarlos casi tan pronto como los leyeron. Por las dinámicas que obligan a las mejores mentes de nuestro tiempo a sentirse vulnerables porque no están en un listado de los más vendidos.
Es cierto que hoy, tan importante como publicar una obra, es tener un buen discurso para promocionarla y venderla. Tiene razón Dahlia de la Cerda cuando recuerda lo que aprendió vendiendo en la calle. Pero no puedo sentir sino incomodidad —es la palabra que hallo más a mano— cuando leo a escritorxs talentosxs sufriendo por estas razones. Si no llegan a donde aspiran, puede ser porque no tienen los contactos, o porque no tienen el carisma suficiente, o porque rehúyen del trabajo de la difusión, parapetándose en el anticuado mundo de la literatura autónoma. Lo que define sus destinos no es, en ningún caso, su escritura. Los ganadores de la carrera están definidos casi desde que escriben un primer punto o coma.
Ya lo sabía Josefina Ludmer: hoy un texto es una mercancía y esa mercancía es un fetiche que va más allá del libro: es un «pack» que incluye también al autor o autora, quien vende una identidad y con ello una suma de identificaciones. Lo que importa, hoy, es reconocerse en el fetiche.
Qué lejos esos tiempos en que una aprendía a leer para perderse, alejarse de quien era porque no tenía nada, porque no era nadie o porque no se quería ser más una misma.
Quizás porque crecí en una dictadura, la literatura se me hizo, también, el lugar para la crítica, para la disidencia, para la aventura, en un tiempo en que lxs escritorxs se jugaban no solo sus derechos de autor, sino algo más que eso. No quiero volver a esos años de terror, pero sí a la idea de que la literatura puede ampararnos de la crueldad, como no pueden arroparnos los libros de autoayuda, los de cocina o los de ajedrez. Tampoco los balbuceos del influencer. Y echo de menos esa literatura que acariciaba el riesgo con proyectos estéticos radicales. No los cálculos económicos de los editorxs, por bienintencionados que sean. No la suma de seguidorxs que tienen o no sus autorxs.
¿Será que no todo se tasa, que el mercado, como el campo literario, tiene también sus «agujeros»? Citaba antes a María Sonia Cristoff, quien tiene la impresión «de que muchas de esas figuras [autoriales] están hoy un poco anonadadas por la presión de época, por el imperativo del rédito económico inmediato, un poco debilitadas por esta última coartada del mercado para imponer otro de sus momentos triunfales. Por suerte no son todas (…) sigue habiendo quienes toman sus riesgos, quienes batallan contra el aplanamiento y la banalidad en la literatura». Las preguntas entonces irían por el lado de cómo hacer, qué leer, qué espacios promover de manera que la literatura pueda seguir arrebatándonos de los lugares comunes. «Fetichizar un objeto es desconocer cómo fue producido», escribe Martín Gambarotta en Literatura de base (uno de esos poetas que sí han apostado al lenguaje). Contra la fetichización de la obra-autor que impulsa el mercado y la consiguiente banalización de la discusión literaria, el ancla parece seguir siendo la de siempre: recorrer la escritura misma, conocerla, destinarle tiempo y cariño. No se sabe por cuánto tiempo ni por cuántas generaciones más, eso no lo podemos responder los nostálgicos y, más que nostálgicos, los rabiosos; eso, que se lo pregunten a otrxs, a los que siempre parecen tener las respuestas.
La entrada Contra el mercado (o sobre el divorcio del libro y la literatura) se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.