Por María del Rosario Goñi
“Un brote verde nace en el pecho de todos, al mismo tiempo. El teatro es, a veces, un regalo hermoso que duele. De ahí en más, todo es un río que no para.” [Emiliano Dionisi, El brote]
La Tempestad cierra la vasta obra de Shakespeare. Hay quienes ven en ella un testamento poético y una despedida del teatro. No caben dudas de que, tratándose de un autor que ha basado su escritura en el recurso de la metáfora y cuyos dramas fueron construidos según el principio de la analogía, esta obra encierra algunos enigmas. En tal sentido, y parafraseando a Jan Kott, en Shakespeare el sentido de cada metáfora y de cada imagen es doble. La isla es el mundo, el mundo es teatro y todos somos actores en los escenarios de la vida.
Cual rara avis de los tiempos modernos, el 13 de febrero de 2023, en la Sala A del Teatro del Pueblo, irrumpió un suceso teatral que se consagra –hasta nuestros días- como una auténtica lección del oficio del teatro. Sus artífices son Emiliano Dionisi y su intérprete, Roberto Peloni. El brote se presenta con un doble cariz: se relaciona con un episodio de índole psiquiátrico (brote psicótico) que experimenta el protagonista en plena función de Antígona, y también alude a una metáfora de la botánica como semilla de amor por la actuación que le brota, sin parar. Se trata de un actor de una compañía estatal de repertorio –lo que ya plantea a la ficción dentro de la ficción–, quien relata in media res los sucesivos episodios o peripecias que le ocurren. Beto (el protagonista) recurre a la narración, a la descripción (teatro del relato) y a la representación en multiplicidad de planos para contar(nos) sus deseos y frustraciones en el hacer teatral. Y se pregunta: “¿por qué la gente va cada vez menos al teatro?”, a lo cual contesta: “porque los miramos desde arriba de un pedestal”, y se enfurece: “¡asesinos de espectadores, menospreciadores de emoción sincera!”.

Es posible que en el transcurrir del unipersonal nos preguntemos, ¿quién es Beto, sólo un actor que interpreta personajes con una función secundaria o –también– un informante, un comentador crítico del dispositivo teatral? Shakespeare solía recurrir a los personajes llamados “utilitarios”, muchas veces un bufón, quien alterna con “la buena sociedad” sin pertenecer a ella y se le permite decir impertinencias. Un personaje que pone en duda lo que se presenta como evidente. El ya citado Kott explicará que “la filosofía de los bufones es, precisamente, aquella que en cada época señala como dudoso lo que pasa por inamovible, revela las contradicciones de lo que parece cierto e indiscutible, ridiculiza las certidumbres del sentido común y encuentra la razón en lo absurdo”. Muchas veces será el personaje que encarne el grotesco shakesperiano quien, a través del humor, prolifere verdades a diestra y siniestra.
“El teatro –escribe Bertolt Brecht en el Pequeño organón para el teatro– no debe perder nunca de vista las necesidades de la época”. Y justamente ello es lo que no pierde de vista Beto al cuestionar algunos de los productos del consumo cultural como entretenimiento vacuo y berreta, sobre el cual, además, asume su posicionamiento concreto: “¡El teatro es conflicto, el teatro es denuncia! No esta práctica burguesa en la que lo convertimos. Cuando salimos de una sala, debiéramos sentirnos asqueados por las verdades que se nos dijeron. Pero no, salimos indemnes a buscar la pizzería más cercana para intentar llenar con carbohidratos y alcohol el vacío existencial”. El bufón, entonces, se permite vociferar sin tapujos algunas verdades, y lo hace desde el escenario teatral, revalorizando al espacio como dispositivo político que admite miradas de reflexión transformadora.

Nuevamente Shakespeare será el faro que ilumine las oscuras tinieblas en que estamos sumidos. Nos recuerda que “es calamidad de estos tiempos que los locos guíen a los ciegos” (El rey Lear, IV, 1). Se impone como un violento contraste el adormecimiento en una noche cerrada y la censura del día que impone el olvido. ¿Qué clase de personajes somos en esta historia? Nos sacude Beto desde el proscenio porque es esa una pregunta que todos debiéramos hacernos, al menos, una vez en la vida. De esta manera, El brote conecta el teatro con los roles sociales que desempeñamos en nuestras existencias y habilita la reflexión sobre nuestra época.
¿Cómo lidiamos con nosotros mismos y con los que nos rodean en tiempos aciagos? En esta era del “vos podés”, nos damos cuenta de que no siempre nos llega lo que deseamos en la vida. Así, ese pensamiento que pareciera emancipador, en verdad, encierra mucha frustración pero también oportunidad. El brote propone amigarse con las limitaciones asumiendo el desafío que nuestro tiempo histórico propone y, al igual que La tempestad, expresa las ideas e inquietudes del momento. A veces resulta necesario atravesar una gran tormenta o, experimentar una gran crisis personal, para reconciliarnos con quienes supimos ser y tomar de una vez por todas el rumbo de nuestros destinos. Y seguir adelante, porque el teatro es así, un hecho vivo, que no se detiene por nada.
Imágenes: Luis Ezcurra y Mariano Dawidson.
