La entrada Javier Argüello y Lluís Nacenta: «Mirando el tiempo: a mil trescientos años luz» se publicó en la revista Cuadernos Hipanoamericanos.
COORDINADO POR VALERIE MILES

VALERIE MILES
En esta correspondencia abordamos temas candentes de nuestro tiempo: la literatura, la física cuántica y la filosofía de la ciencia. Aunque, evidentemente, no sin el fantasma de Borges pululando. La literatura nos da el objetivo perfecto por el que observar el mundo abstracto de la física cuántica, y viceversa, por el que ponderar el potencial narrativo de fenómenos como la dualidad onda-partícula y el principio de incertidumbre. ¿Puede la ficción salvar el abismo entre el determinismo científico y el espacio creativo y caótico de la experiencia humana? Invitamos a los lectores a reconsiderar cómo construimos significados en un universo que es explicable a través de ecuaciones y, al mismo tiempo, está vivo con incalculables posibilidades.
JAVIER ARGÜELLO. BARCELONA.
Querido Lluis, parece que las lluvias por fin nos han dado una tregua. De todos modos, y con el aeropuerto cerrado, mi mujer se ha quedado varada en Florencia, con lo que aprovecho la soledad de la casa y de la noche para retomar nuestra interrumpida charla.
Yo no sé qué nombre hay que darle a esa nueva manera de abordar el mundo que posibilite burlar las restricciones del método científico para permitirnos volver a formar parte de la ecuación. Sí creo que mientras no lo consigamos la ecuación estará siempre incompleta. Las palabras al fin y al cabo no dejan de ser convenciones, y en ese sentido las que tienen tanta carga como «ciencia» o como «Dios» es difícil que consigamos matizarlas. Pero creo que coincidimos en que, a casi cien años de la consolidación de la teoría cuántica en Solvay, y habiendo quedado demostrado que, al menos a nivel subatómico, la existencia de una realidad objetiva ya no resulta defendible, no podemos seguir jugando a que el universo se comporta como pretendía la ciencia positiva.
En ese sentido me parece que encontrar modos de ilustrar narrativamente algunas cuestiones atingentes a la realidad física puede representar un buen punto de partida. Al fin y al cabo, un artefacto narrativo, a diferencia de una ecuación, sólo funciona a partir del punto de vista escogido para narrarlo. Y desde ahí es que quería compartir contigo una imagen con la que me encontré hace un tiempo atrás en el macizo del Jura, en Suiza, en los días posteriores a mi visita al acelerador de partículas del CERN.
Creo que te conté que luego de mi estancia en Ginebra me trasladé al valle de los relojes, la meca de la industria relojera suiza, para hacer un reportaje acerca de la historia de la medición del tiempo. Fue allí que, al salir de cenar en una de las granjas relojeras, los establecimientos rurales en los que tuvo lugar la génesis de la industria relojera suiza, me puse a mirar el cielo nocturno y me encontré pensando en esto que ya había pensado otras veces, como seguramente te ha ocurrido a ti y a muchas otras personas. Estaba yo mirando una de las estrellas de la constelación de Orión, y creí recordar que estaba a unos mil trescientos años luz de nosotros, es decir que lo que estaba mirando era la luz que esa estrella había emitido hacía mil trescientos años. Lo que estaba mirando, en realidad, era el pasado.
Esto como te digo, es algo que la mayoría de nosotros hemos pensado más de una vez. Lo que ocurrió esa noche, sin embargo, fue diferente. Allí recostado sobre la hierba de esa lejana montaña suiza -y probablemente influido por las charlas que había mantenido en los días previos con los investigadores del CERN- de pronto caí en la cuenta de que la estrella que estaba al lado de la que yo estaba mirando podía estar a dos mil años luz. Y la de más allá a tres mil. Y la otra a cinco mil. Y yo las estaba mirando a todas al mismo tiempo. Distintos instantes del pasado siendo observados por mí en un mismo y único momento. Distintos instantes del pasado desplegados en el espacio-tiempo.
Entonces caí en la cuenta de que lo que estaba mirando no era el pasado, sino el tiempo. El tiempo desplegado en el espacio. ¿Y cuál era el punto a partir del cual unos momentos eran más pasado que otros y desde el que se inauguraban las nociones mismas de espacio y de tiempo?
El ojo del que observaba.
Mi ojo, el ojo del que observaba, era el único lugar desde el que podían inaugurarse las nociones de espacio y de tiempo. Sin un ojo que observa no hay lugares ni momentos. El ojo del que observa, comprendí esa noche, es el único presente que jamás ha existido. Y se renueva y se actualiza cada vez que un ojo mira al cielo. Cada vez que eso ocurre -todas las veces que eso ocurre- se funda y se refunda otra vez el universo.
¿Cómo podríamos seguir defendiendo, pues, la existencia de una realidad independiente de la mirada del que la observa?
Espero que todo esté bien por ahí y que estos días estén siendo productivos en el avance de tu libro. A la espera de saber qué te parecen estas ocurrencias de escritor, te mando un fuerte abrazo, J.
LLUÍS NACENTA. BARCELONA.
Querido Javier, ¡Qué alegría recibir tu misiva! Con el fango de Valencia y la victoria de Trump, bajo la nube negra de un absurdo espantosamente real, tus palabras me llegan como un bálsamo, como un espacio de escucha amistosa, de palabra viva, preñada (y sé que comprendes el alcance de la expresión) de todo el sentido del mundo.
¿Tu mujer pudo viajar de vuelta? ¿Tú no estabas por salir de viaje también? No puedo describir cuanta verdad y belleza descubro en la imagen que me cuentas (que no es una imagen, que es la historia entera del Cosmos), las estrellas llegando a tu retina, desde lugares distintos del espacio remoto y, sobre todo, desde momentos distintos del pasado, en el cielo sobre el macizo del Jura, poco después de tu visita al CERN.
Mientras tu viajas, mi libro avanza bastante bien, no del todo exento, claro, del peso del deber. También ahí tus palabras son un bálsamo, la oportunidad de hacer un alto en el trabajo, y seguir pensando en lo mismo, pero con amenidad y entre amigos. Pienso ahora pues, en este espacio al que tú me invitas, en la urgencia, como dices, de volvernos a incluir en la ecuación, a nosotros, los que la pensamos y la escribimos, y en la verdad y la belleza del firmamento como imagen del tiempo.
¡Qué desproporción –se me ocurre ahora– entre nuestro humilde ojo y el Cosmos que se le muestra de golpe, no solo en su vastedad insondable, también en su vertiginosa antigüedad! ¿Como es posible que tanta luz haya cruzado tanto espacio solo para llegar hasta mí? Algo tiene que hilar mi ojo con el Cosmos ¿no te parece? como el Big Bang ejerciendo de horizonte inverso, o la paloma mensajera, que no viaja sino para volver a su palomar. Se me ocurre también que ese hilo, ese lazo de ida y vuelta, podría no ser otro que las palabras con las que me describes (y a la vez construyes) ese momento de rara lucidez.
Las palabras transitan los cambios de escala con una inmediatez y una impasibilidad que se me antojan cuánticas. Todo relato es una cosmovisión y, al mismo tiempo, una confesión íntima. Las palabras nombran el más recóndito de mis tabúes y la estrella ya apagada, pero cuya luz seguimos viendo, con la misma impasibilidad misteriosa, con la misma claridad incierta. Por eso los diccionarios no son analíticos, no explican las palabras grandes con otras más pequeñas, y así sucesivamente, hasta llegar al átomo verbal, sino que todas se explican las unas a las otras, en lazos de ida y vuelta tremendamente intricados y, sin embargo, verdaderamente esclarecedores.
Las palabras hilan nuestro ojo con el Cosmos… ¿qué piensas de algo así?
Hablas del relato, y lo comparto. Pero yo quiero hablarte también de la metáfora, de aquello que hace que las palabras digan más de lo que dicen. Y hablo de la metáfora, pero no quiero reducirla a lo literario, sino pensar en su asombrosa capacidad de nombrar con incierta claridad como una forma de conocimiento, incluso, sí, de conocimiento objetivo. Hablo de la objetividad como consenso, claro, ¿pero no es también un aspecto relevante de la objetividad científica?
Me parece que la incertidumbre lúcida de la metáfora es algo que la ciencia siempre ha tenido, pero que el tabú del positivismo (como lo llama Wolfgang Pauli en un pasaje memorable de tu libro) la sigue coartando en la física contemporánea.
Te escribo ya tarde en la noche, al cabo de un largo día de trabajo. De modo que te lanzo mis dudas así, confiado en que tus palabras me ayudarán a disiparlas. Solo en diálogo se alcanza la lucidez. La soledad se ofusca irremediablemente, ¡no importa cuánta razón al asista! ¿No es así, querido amigo? ¡Un abrazo! Lluís.
JAVIER ARGÜELLO. VALPARAÍSO (CHILE).
Qué alegría recibir tu carta tan llena de palabras tan vivas -tan preñadas, para usar tu feliz expresión-. Nunca deja de sorprenderme el hecho de que se pueda sentir cuando las palabras escritas sobre el papel están vivas. Por más que hayan pasado trecientos años, se puede sentir cuando hay una voz detrás de las palabras, una voz que está queriendo -que está necesitando- decir algo, y que espera ser respondida. Como bien dices, el diálogo es sin duda la forma más elevada de pensamiento, porque las palabras propias, obligadas a moldear formas en los oídos del otro, se enriquecen con ese esfuerzo y con las que vienen de vuelta.
Mi mujer finalmente pudo volver a casa, y yo efectivamente al día siguiente partí para un congreso del otro lado del Atlántico desde donde hoy te escribo, con el océano Pacífico desplegado frente a la ventana de mi hotel y a punto de participar en un diálogo con el escritor chileno Rafael Gumucio acerca del futuro de las historias como sustento de la realidad.
Dices que me lanzas tus dudas confiando en que te ayudaré a disiparlas, pero intuyo que ambos sabemos que eso no es posible. Y que en el fondo tampoco es crucial, si lo que salimos a buscar no eran respuestas, sino simplemente hacer resonar nuestras preguntas en las del otro, como una onda que lanzamos al espacio esperando que rebote en algún astro lejano para volver a nosotros salpicada de polvo de estrellas y con la noticia de que no estamos tan solos en el universo.
Me seduce la desproporción de la que hablas cuando comparas el espacio que ocupa un ojo humano respecto del que ocupa el universo. Y en ese sentido la mirada y las palabras que utilizamos para abarcar lo que esa mirada describe son quizá, y como bien dices, lo más humano que tenemos.
Me haces pensar en que antes de que se nos ocurriera que el mundo existe más allá de la mirada que lo funda, la mayoría de las tradiciones comulgaba con el poder creador de la palabra como gestadora del mundo. Incluso en nuestra propia civilización, en sus comienzos, la palabra estaba en el origen de todo lo que existe. Dice Borges que nuestra civilización occidental no es más que una larga conversación entre la Biblia y la Grecia clásica. La Grecia clásica afirmaba que las cosas del mundo no existían hasta que no eran nombradas. Y en la Biblia leemos la sentencia de que en el principio fue el verbo. Los dos pilares que fundan nuestra tradición otorgan a la palabra un papel fundacional. Durante unos dos mil años parecimos olvidarlo. Hoy -hace un siglo en realidad- la mitología cuántica parece haber venido a recordárnoslo. Tal vez esa esquiva partícula que no se encuentra en ningún sitio hasta que no es obligada a existir por el peso de nuestra mirada, no es más que una nueva manera, una nueva metáfora, para nombrar lo mismo.
Sí, de acuerdo, vamos a usar la palabra metáfora. Porque las palabras no basan su fuerza en los significados que esconden sino en las convicciones que las sustentan. Sin la condición del individuo que pone en juego su experiencia de ser en el mundo como aval de los significados que sus palabras evocan, las palabras en realidad no existen, no nombran nada. Son palabras vacías que nacen y mueren en la boca de quien las pronuncia porque no aspiran a servir de nexo con nada más elevado, con nada más noble que los simples significados que por sí solos son estériles. Es sólo en el piadoso intento de entrar en contacto con el otro que las palabras viven, como puente, como complicidad de comprobar en el diálogo la sorpresa y el azoramiento y el pavor de que haya alguien más -de que haya algo más- en el mundo. Y el compromiso y la esperanza de poder llegar a entrar en contacto con ese alguien a través de la palabra. No hablamos para decir cosas, sino para comprobar que hay otro ahí escuchando. Porque un punto suelto en el espacio no está cerca ni lejos de nada, ni siquiera construye un espacio. Se necesita de un segundo punto para empezar a trazar un camino de ida y vuelta.
Y es fácil confundir ese papel central que parecen tener -que parecemos tener- los individuos en la existencia de todas las cosas con un ombliguismo autorreferencial. Pero eso sólo es así si nos pensamos como entes separados los unos de los otros y respecto del universo. Si comprendemos que, por el contrario, la misma materia que dio forma a las estrellas es la que cayó en forma de lluvia cósmica sobre la tierra para dar forma a todo lo que hay en ella, incluidos nosotros mismos, entendemos que el que mira y el mirado no son cosas diferentes. Que cuando un ojo mira al cielo es el propio cielo el que se está mirando. Entonces la distancia entre el tamaño de ese ojo y el del universo deja de medirse en escalas matemáticas o metafóricas, porque se descubre uno y el mismo. Y comprendemos que las respuestas no responden nada, que sólo valen las preguntas, y que sólo en la expresión de una existencia consciente puede existir la pregunta, porque es la capacidad de mirar el cielo y preguntarse por el cielo la que hace que el universo exista.
Y al mismo tiempo que te digo todo esto, y que me lo digo a mí mismo para ver si estoy de acuerdo, al mismo tiempo que te digo esto me invade de pronto la vertiginosa sospecha de que quizá evitamos esta certeza no por incapacidad o por incomprensión, sino porque nos llevaría a la soledad final, que es la soledad de la totalidad que no tiene otra totalidad a la cual hablarle. Y que, sin embargo, y aunque nadie la escuche, seguirá buscando las palabras que le permitan nombrar esa soledad, porque en el solo hecho de nombrarla ya se siente menos sola.
¿Será por eso que nos escribimos cartas? ¿Será por eso que nos encontramos tan acompañados mientras lo hacemos, por más que tú estés en el mediodía mediterráneo mientras yo veo amanecer en el sur del Pacífico?
Te deseo todo lo mejor con el avance de tu libro. Ya sabes que tienes al menos un lector deseoso de que esté terminado para poder conversar con sus páginas.
LLUÍS NACENTA. BARCELONA.
¿Sabes que tu carta es muy musical? Creo que la has llenado de sonoridades, acaso sin quererlo, al hablar del individuo que pone en juego su experiencia de ser en el mundo como aval de los significados que sus palabras evocan. Ahí el cuerpo se hizo presente –y la voz, el nexo vibrante que lo cose a las historias–, los cuerpos, del que habla y del que escucha, del que explica y del que comprende, los cuerpos, al fin, de los que piensan al compás.
O acaso soy yo quien te escucho más que te leo, porque me rodea un silencio sepulcral, muy pronto en la mañana, antes de que mi compañera y mis hijos se despierten y la realidad vuelva a desplegarse, un día más.
¡Así que disculpa la brevedad de mis palabras! Te escribo furtivamente, antes de todo, en un tiempo robado, necesariamente breve, el tiempo de la lectura, del ensueño, de la confesión, pero también de las ideas, y en el que a veces nos deslumbra, fugaz, un destello de verdad, ¿no te parece?
Y el trabajo, el reto, ¡la lucha! es que esa verdad vislumbrada informe la realidad, según esta vuelve y se despliega alrededor.
Javier, no puedo sentirme más cerca de lo que propones en tu última carta, del encadenamiento sucesivo de las preguntas, de hilo continuo de la conversación, del feedback loop, tan musical, de los cuerpos que de pronto, inesperadamente, concuerdan.
Pero me resisto a seguir conversando sin poner sobre la mesa, con sequedad, a plena luz del día, el problema de la objetividad. Me preocupa que nos lean los científicos y se digan «¡Ay los escritores, como nos embelesan con sus volutas de humo!», mientras intercambian miradas cómplices, cortantes, terriblemente inteligentes.
Porque la pregunta es sencilla y terriblemente difícil: ¿si la objetividad no es otra cosa que el consenso, como escapamos al relativismo, a ese relativismo que tan pronto se vuelve, como nos enseña la actualidad política, un poder paralizante, deprimente, irresponsable y destructor?
Y te tomo la palabra –¿cómo no hacerlo? ¿cómo no rendirse a tu pausada lucidez?– y no te pido que la respondas. Te pido más bien que me ayudes a cargar con la pregunta, a ver si con la cercanía, con la familiaridad, se va desentrañando y haciendo más clara. ¡Un gran abrazo!
JAVIER ARGÜELLO. SANTIAGO DE CHILE.
Querido Lluís, en respuesta a tu aprensión respecto de lo que puedan pensar los científicos que lean este intercambio nuestro, permíteme recordar un pasaje de la conversación que te compartí hace un tiempo entre los premios Nobel de física Werner Heisenberg y Wolfgang Pauli: «Por lo que respecta a la ciencia, sin embargo, Niels hace muy bien en suscribir las exigencias de una meticulosa atención al detalle y a la claridad semántica que plantean los pragmatistas y los positivistas. Lo único que podemos objetar al positivismo son sus tabúes, pues si hemos de dejar de hablar, e incluso de pensar, acerca de ese otro tipo de conexiones más amplias que también están ahí, corremos el riesgo de quedarnos sin brújula, y por tanto en peligro de perdernos para siempre».
LLUÍS NACENTA. TREN MADRID – BARCELONA.
Querido Javier, espero que sepamos leer estas palabras de Heisenberg, dirigidas a su amigo Pauli, mientras pensaban en Bohr, no como una manifestación de autoridad, sino como el testimonio de un profundo compromiso con la búsqueda (dialogada, como hacemos aquí humildemente) del conocimiento. ¡Tuyo siempre!
Valerie Miles.Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Grantaen español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematoriode Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Javier Argüello(1972) es escritor argentino, nacido en Chile y radicado en Barcelona. Sus novelas, cuentos y ensayos han sido traducidos a varios idiomas y han recibido diversos premios. Como investigador participa en foros multidisciplinares en los que estudia los cruces entre ciencias y humanidades, especialmente entre la física y la literatura, y el modo en que las historias que nos contamos construyen la realidad. Es autor de Siete cuentos imposibles (Lumen 2002), El mar de todos los muertos (Lumen 2008), La música del mundo (Galaxia Gutenberg 2011), A propósito de Majorana (Random House 2015), Ser Rojo (Random House, 2020), Cuatro cuentos cuánticos (Random House, 2024) y Los límites de la ciencia (Debate 2024). También se desempeña como periodista de viajes, dicta cursos y conferencias de divulgación, storytelling e historia de las ideas, y colabora habitualmente con el diario El País.
Lluís Nacentaes investigador en el campo de confluencia del arte y la ciencia. Licenciado en matemáticas por la Universidad Politécnica de Catalunya, en música por el Conservatorio del Liceo y doctorado por la Universidad Pompeu Fabra, con una tesis sobre la repetición musical, desarrolla su actividad profesional entre el comisariado, la gestión cultural, la docencia universitaria, la escritura y la música. Ha sido Coordinador de Másters y Postgrados de Eina, director de Hangar, Centro de Producción e Investigación de Artes Visuales. Actualmente coordina el Máster de Investigación en Diseño en Bau, Centro Universitario de Artes y Diseño de Barcelona y es docente en el Máster de Composición con Tecnologías de la Escuela Superior de Música de Catalunya. Desde 2011 es comisario del programa de Sónar+D que se desarrolla en el Pabellón Mies van der Rohe, y ha comisariado numerosas exposiciones. Como músico es activo en la escena de live coding, como parte del colectivo Toplap Barcelona.
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