A Zoraida Rodríguez, hermana Pemón asesinada por la Guardia Nacional de la Revolución Bolivariana en su
ficticia “batalla” contra la ayuda humanitaria.
“Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nacerán nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira”.
Watunna. Mitología Makiritare.Marc Civrieux. Monte Avila, 1970
Marc Civrieux. Monte Avila, 1970
Hacía tiempo que todos habíamos terminado por aceptar la palabra del Santo de los Mediocres el día que profetizó que, por ahora, todos nuestros sueños habían muerto, pues, sólo él, con su poder, era capaz de transformar cualquier sueño en realidad.
Ha tanto tiempo que los blancos nos han hablado del poder de sus milagros, que nunca dudamos de las vociferaciones de su nuevo Santo; por eso, noche a noche, por cerca de 20 años, hemos estado guardando, sin decirlos, nuestros sueños.
Pero, fue el hacer de aquel que creímos Santo, y, sobre todo, de su desalmada horda de herederos, que terminamos por comprender que nunca debimos haber abandonado la verdad de la palabra de nuestros sueños que, por milenios, nuestras abuelas antes habían interpretado como el hacer completo que nuestro espíritu sólo puede lograr en el espacio del sueño.
Por eso, cuando esa mañana Tuenkarón, mi esposa, me contó su sueño, supe que aquello en lo que habíamos creído nos había finalmente traicionado, pues, por días había escuchado a nuestros hermanos debatir cómo hacer para lograr recibir la ayuda humanitaria de comida y medicinas que, otros nuevos “santos” nos traerían desde Brasil, pero que la horda había decidido impedir nos llegaran por algo como representar una herejía. Tuenkarón, sólo amasaba el maíz molido para hacer las empanadas, al tiempo que me relataba su sueño:
“Me vino así, como clarito, que yo estaba en el fogón calentando una sopa de yuca y auyama en una antigua olla de barro; entonces, de pronto, como suele suceder en los sueños, se me apareció Chávez furioso, y con un palo igual como el que Diosdado muestra en la televisión, a palazos, él rompió mi olla de barro, y mi sopa de yuca y auyama quedó regada en el suelo”.
Mientras escuchaba, yo vigilaba el fuego de la leña en el fogón; fue cuando la gente comenzó a pasar, dispuesta a abrirle camino a los camiones que, desde el otro lado, traerían comida y medicinas para “salvarnos” a todos. Pude reconocer a los que iban, pues, todos eran gente de la comunidad. Alguno, casi contento, me invitó a ir con ellos, pero Tuenkarón, mi esposa, sin dejar de hacer las empanadas, me miró con esos ojos con los que suele decirme lo que no debo hacer, y yo no tengo más remedio que hacerle caso; porque, además, ese bien podía ser un buen día para vender todas nuestras empanadas.
No puedo decir lo que pasó luego, en mi memoria sólo escucho el griterío en lengua pemontón y las ráfagas de los fusiles que la horda disparaba sobre nuestra gente; el zumbido como de muchos cigarrones que atravesaban el barro de las paredes de la casa, y luego, sentir cómo una aguja caliente atraviesa mi estómago y el pecho de Tuenkarón, que cae tendida en la cocina, al tiempo que la masa de las empanadas se mancha con su sangre que rueda, incontenible en el suelo de arena.
Entonces, recordé que las abuelas siempre han dicho que soñar con una olla de barro partida es señal de que un pemón va a morir, porque fuimos hechos justo como nosotros hacemos nuestras ollas de barro; por eso, supe que era yo quien moriría, pues, mi espíritu comenzó a sentir que se desvanecía en medio de los gritos que, entonces, empezaron a hacerse como lejos, muy lejos, hasta la ausencia.