Salvador Dalí pidió que sonara Tristán e Isolda de Richard Wagner para pasar de la vida a la muerte en enero de 1989. Era una música que conocía bien porque le había acompañado mientras pintaba muchas de las obras que creó en Portlligat, desde el amanecer hasta la puesta de sol. Le gustaba ponerla en su viejo tocadiscos y si alguien se quejaba de lo mal que sonaba, decía: “Es como si friéramos sardinas”. Pero el pintor surrealista también sintió atracción por otros compositores. Como Beethoven que admiraba desde que era un niño, tal y como escribió en su famosa La vida secreta de Salvador Dalí, cuya primera edición de 1942 ilustró con dibujos hechos con tinta negra. Uno de ellos es el de una enorme y tormentosa nube que representa “un cráneo plúmbico inmensurable y apoteósico” de la que salen unos rayos que iluminan el paisaje, fruto de una visión que tuvo de pequeño y que tituló Cráneo de Beethoven, un dibujo de apenas 20 centímetros que la Fundación Gala-Salvador Dalí compró en 2004.
Tres décadas después, en 1973, una de las pinturas que realizó para decorar su última gran obra, el Teatre-Museu de Figueres, fue una cabeza de Beethoven pintada frontalmente; una aguada realizada con una técnica muy especial: lanzando pulpos vivos sobre un enorme papel colocado sobre el suelo y aprovechando su huella y su tinta. “Pinto con pulpos y arrastrándolos con esa especie de tinta que echan, hice la cabeza precisamente de Beethoven”, explicó en una entrevista radiofónica, en la que añadió, con el sarcasmo y la ironía que le caracterizaba: “He pintado con arcabuces tirando al blanco, he pintado con ranitas pequeñas, con sapitos que cayeron también de una tempestad, he pintado con caracoles, he pintado con todo, incluso con pintura al óleo”.

Desde entonces, Cabeza de Beethoven, no se ha movido del lugar dónde Dalí lo colocó: bajo la enorme cúpula del teatro-museo, a la derecha de la tumba donde está enterrado, al lado de otras obras destacadas como son Torero alucinógeno (1970) y Retrato de Lincoln (1974). Hasta ahora, que, por primera vez, ha viajado (junto con el primer dibujo para La vida Secreta) hasta la ciudad alemana de Remagen, a solo 22 kilómetros de Bonn, la ciudad donde nació Beethoven hace 250 años, para participar en una exposición en la que se le rinde homenaje al compositor.
“Para nosotros es importante vincularnos a la celebración alemana e internacional del aniversario de Beethoven. Desde el Arp Museum de Remagen han insistido muchísimo; incluso han llegado cartas de recomendación para que aceptáramos prestarlo. El patronato, tras estudiarlo detenidamente, ha acordado que solo se preste durante algo más de un mes, dada la excepcionalidad del aniversario. Pero posiblemente no volverá a prestarse nunca más”, explica Montse Aguer, directora de los Museos Dalí, ante la obra de casi dos metros de altura, a punto de embalarse para salir de viaje rumbo a Alemania para la exposición que abre sus puertas este domingo.
Antes, en el taller de conservación del centro, Irene Civil y Josep Maria Guillamet analizan la salud de esta pieza. La obra se conserva en el interior de un marco especial que lo protege del polvo y de los rayos ultravioleta. «Pero Dalí la colgó directamente enganchada con cuatro clavos a una madera”, explica la conservadora Civil, provista de gafas especiales y linterna de luz rasante después de concluir un mapa con todos los pliegues del papel, fundamental para poder hacer un seguimiento de la obra en su viaje de ida y vuelta. “El papel tiene muchos pliegues, ninguno importante”, señala.

A todo eso, se añaden pequeñas ramas de árbol o planta y una pluma de ave, que posiblemente cayó desde el aire, ya que se creó en la terraza de Portlligat, al lado de donde Dalí y Gala tenían un palomar, pero también de la media docena de cisnes que nadaban en las tranquilas aguas de la bahía. Incluso de la fiesta, celebrada un tiempo antes, en la que había participado el guitarrista Manitas de Plata y que Dalí terminó lanzando con ayuda de ventiladores plumas de gallina sobre los sorprendidos asistentes. “Habría que analizarla para saber de qué ave es”, dice Civil.

Pese a todo, la obra está muy limpia. Dalí puso los pulpos sobre el papel, colocó sus enormes cabezas y sus tentáculos y luego los levantó, no los arrastró. Tenía práctica. “La hizo pensando en su museo, pero la técnica la venía utilizando desde finales de los años cincuenta, dejando claro que en él siempre hay una línea secuencial. Desde finales de los cincuenta había hecho obras utilizando estos animales, como en las ilustraciones para un Quijote que le encargó el editor Foret”, explica Aguer que resalta que firmó la obra “de forma contundente como si fuera un notario”, con una gran rúbrica y fecha.
“Tanto Dalí como Beethoven, coinciden en su radicalidad y su genialidad. Nos gusta que el Arp Museum hable de que son dos artistas excéntricos, ingeniosos, innovadores y visionarios, con un legado artístico que transgrede los géneros. Los dos se basan en la tradición de sus ancestros para crear nuevas composiciones que han fascinado hasta hoy; que encontraron su camino en la cultura popular y se han convertido en símbolos universales”, resalta Aguer. Unos argumentos que han sido determinantes para prestar, de forma excepcional la obra. La pieza, que viajó a finales de la semana pasada a Alemania, será también la imagen del cartel para anunciar los conciertos de verano en esta ciudad dedicados a Beethoven.