De qué hablo cuando hablo de no escribir

Dediqué muchas horas a soñar ese sueño, me sostenía en él cuando subía sobre las puntas de los dedos y las uñas se me clavaban en la carne, lo recorría a taconazos que colmaban con su eco el aula y mi pecho, lo atornillaba a mis costillas, girando y girando, con una inercia que me hacía sentir ingrávida. Creía que el sudor de cada baile, atrapada por cada personaje que memorizase e interpretase, lo tatuarían en mi piel, para que nadie pudiese quitármelo.

Imagino que a todos nos ocurre un poco así, y es el tiempo el que diluye, o transforma, esta resolución sorda con la que nos aferramos a nuestros castillos de aire.

Estoy segura, aunque la memoria no siempre es un amigo fiable, de que la primera vez que alguien habló de que yo fuese una futura escritora, cocinándose a fuego lento en un cuerpo de 6 o 7 añitos, no salió de mi imaginación. Puede que fuese un familiar, una profesora bienintencionada, alguien que vio la intensidad con la que me abandonaba en contar y leer historias. Creyó que sin duda ese sería mi futuro. De alguna forma, me contagió esta suerte de enfermedad, una necesidad que fue creciendo como hiedra, apoderándose de recreos, tardes libres y horas de clases de matemáticas y de inglés en las que cubría de versos incoherentes cualquier fragmento de papel a mano.

FueLa historia interminable la primera novela que me hizo desear atravesar yo también el papel, llegar hasta el corazón de un reino moribundo a lomos de un dragón y resucitar a su príncipe en apuros. Con aquel Bastián, desde la librería, descubriéndose a sí mismo como autor, entendí que quizá, si quería, nunca tendría que abandonar una biblioteca, o un mundo maravilloso de tinta, bajo la luz suave de un flexo, en que me sumergía algunos fines de semana, para transgredir y negar el ritmo natural del resto de mortales a mi alrededor.

Mi segunda pista tuvo que ser ganar el primer concurso literario del que tuve conocimiento. No puedo recordar ni una letra de lo que escribí entonces. No he conseguido encontrarlo tampoco, tras múltiples barridos a las montañas de papel que he ido acumulando, una suerte de detrito permanente de mi antiguo dormitorio. Seguramente murió en la memoria de algún viejo ordenador y nunca guardé copia física. Puede que sea mejor así. Me temo que ahora lo leería con algo de ternura, pero mucho de espanto.

La señal indiscutible fui a buscarla a la facultad de Periodismo. Ahí, donde cualquiera que ame la escritura, y el arte en general, asiste a su banalización y destrucción diarias, con horror primero, y después con un hastío que paraliza la sangre hasta dejarnos impotentes.

Ahora sé que esa clase de lugares están diseñados para destruir cualquier espíritu crítico y constructivo en personas como nosotros. Sí, tú y yo. Desde este rincón en el que me lees, donde nos sentimos irreductibles, donde sabemos que una obsesión, o una herida que palpita, pueden acabar transformados en un buen relato.

A pesar de cinco años de malas lecciones, consiguió sobrevivir dentro de mí una serpiente, alojada en mi esófago, que mordía hasta hacerme escribir. Tuve un solo profesor excepcional: Pedro Sorela. Sorela tenía voz de barítono y barba asalvajada; era un crítico demoledor, con conocimientos enciclopédicos de la literatura moderna para argumentar por qué tu texto le provocaba náuseas. Yo tuve la buena suerte de caerle en gracia. Me llamaba La dama de las camelias, y alimentó mi escritura como forma de nadar contracorriente. Nos citábamos en su despacho con frecuencia errática; él trataba de orientarme, me instaba a aprender idiomas, leer libros y usar sin miedo los diccionarios. Prohibía el uso de la palabra entonces al describir una acción continuada. Odiaba sentirme un fraude cuando hablábamos.

Yo no sabía si sería escritora, periodista o payaso de circo.

Mantenía un blog diario, muy prolífico, agotador, en el que vomitaba una bilis sin procesar, mezcla de angustia adolescente y conciencia política. Algunos días creía ser un genio, otros una botella rota. Leía e iba al cine de forma compulsiva. El olor a palomitas impregnaba mis rizos, junto con la nicotina y el café. Mis ojos siempre parecían temblorosos penitentes de semana santa, cuando caminaba por los pasillos de la facultad arrastrando los pies, o fingía escuchar las lecciones mientras tarareaba canciones de Led Zeppelin y Goo Goo Dolls. Mi mente, borracha de ideas ajenas, no podía parar de escribir como forma de sobrevivir al que sentía que era el naufragio civilizatorio de la crisis de 2008 y siguientes.

Fue Sorela el que me inscribió a las pruebas de acceso de la VII Promoción del Máster de Narrativa de Escuela de Escritores. Sin yo saberlo. Me llegó aquel correo en el que me aceptaban en un posgrado de literatura comparada el mismo día en que recibí un email de Ignacio Ferrando, citándome en un edificio de Alonso Martínez al día siguiente a las 19h. Estaba segura de no haberme inscrito. Solo había comentado de paso la posibilidad de hacer cursos de escritura unos días antes, con mi antiguo profesor, pero no me decidía, y él me dio la respuesta. No le di las gracias lo suficiente cuando aún podía hacerlo.

Ahora mismo, desde el salón de mi casa, mientras el único sonido que percibo son las teclas del ordenador y los ronquidos de mi gato, levanto los ojos y el reloj me informa de que llevo tres horas escribiendo, borrando y volviendo a escribir. Hacía cuatro años que no escribía así.

Ni siquiera me veo capaz de contestar aún a la  pregunta, ¿qué significa para una escritora haber abandonado las palabras?

Sí, era eso de lo que quería haber hablado.

Qué se siente al no saber cómo retomar el hábito de amarlas en el uso. El hábito de verlas en cada rincón como los bloques de construcción que son. Supongo que como una cantante afónica miro esta partitura, y compruebo que aún sé qué es un do sostenido, pero de mi pecho solo sale un hilillo que tiembla antes de morir. Escribir se ha convertido en ese destino del que cuelgo, incapaz de escalar o cortarlo de una vez.

Creo que la narradora que llevo dentro, que va a trabajar a una escuela de escritura creativa cada día, y se mira en el espejo por las noches, aterrorizada ante su propio silencio, sabe bien que uno puede ser un escritor y no escribir. Y saber de qué habla cuando habla de no escribir.

No es como si os dijese, he dejado de fumar, y la necesidad me incapacitase.

Se parece más, por lo que he leído sobre el tema, a haber perdido un brazo, y llevar conmigo este hormigueo constante, ese dolor fantasma. Que la escritura está dentro de mí, incluso cuando no la practico, que está incluso aunque no amase como amo esa parte mía que mira el mundo y lo despliega para entenderlo, como antiguamente los mapas.

Y llevo tanto tiempo sin ejercitarla que a veces temo haberla perdido. Haber extraviado mis llaves de una casa hecha de todas las historias que guardo bajo los párpados. Por si acaso, debería empezar a buscarlas, barrer debajo de cada mesa, y recordar que todo empieza con una palabra.

Fuente

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El Maracaibeño es un periódico literario y cultural fundado por Luis Perozo Cervantes, cuyo primer y único número impreso fue lanzado el 8 de septiembre de 2014, bajo el lema “El nuevo gentilicio cultural”. Su creación surgió como respuesta a la necesidad de un espacio dedicado a la promoción y difusión de la cultura en Maracaibo.

El 1 de octubre de 2017, El Maracaibeño dio un paso importante al transformarse en un diario digital, convirtiéndose en el primer periódico de la ciudad enfocado exclusivamente en la cultura. Con su nueva versión digital, adoptó el lema “Periódico Cultural de Maracaibo”, extendiendo su alcance a todo el país.

Este periódico es una propuesta respaldada por la Asociación Civil Movimiento Poético de Maracaibo, que busca fomentar un periodismo cultural que contribuya a la construcción de una nueva ciudadanía cultural en la región. El Maracaibeño se posiciona como un vehículo para llevar las noticias más relevantes de la cultura, desde críticas de arte hasta crónicas y ensayos, cubriendo así una amplia gama de expresiones artísticas.

El Maracaibeño no solo es un medio informativo, sino un símbolo de la riqueza cultural de Maracaibo, llevando a sus lectores las noticias más importantes del ámbito cultural, tanto local como internacional.

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