CONDENACIÓN E INFIERNO EN LAS BELLAS ARTES

La audición de una obra musical a la que no es impropio calificar de terrible, la 6ª sinfonía de Gustav Mahler, que se ha denominado, con toda veracidad, Sinfonía trágica, y los sentimientos evocados por esta obra, con la que el autor alcanzauno de los cenit de su insuperable creación sinfónica; el impacto emocional, sufrido en especial por sus dos primeros movimientos, de una complejidad instrumental y un ímpetu asombrosos, que podrían evocar la clamante desesperación de los condenados al infierno, me ha suscitado el recuerdo de vivencias de otras áreas de las bellas artes, en las que figuran, de modo sobresaliente, obras salidas de las manos de artífices eminentes que pueden relacionarse por su temática con la composición mahleriana.

Mahler, el músico delo excelso y lo terrible

La música de Mahler es proyección (en sentido freudiano) de su compleja y contradictoria personalidad y su biografía, como persona, compositor y gran director de orquesta. No voy a extenderme en alusiones sobre estos extremos, que explican el estilo originalísimo de toda su obra sinfónica, de monumentos sinfónico-corales, y como liederista asombroso. Deseo centrarme en la obra escuchada.Baste para nuestro objetivo remarcar la figura del genio musical como autor de obras que se elevan en busca de lo excelso y sublime (sinfonías 2ª, 3ª, 8ª), y que desciende hasta submundos de lo espantoso.

Su 6ª sinfonía ofrece en sus dos primeros y últimos movimientos tal cúmulo de violentos acordes, de terribles pasajes, que ponen en un compromiso a intérpretes y directores. Todas las secciones instrumentales, con la incorporación de objetos inusuales, como pueden ser cencerros de ganado o las espantosas mazas que percuten hasta tres veces en el último movimiento sobre trozos de madera; toda esta chocante, extraña y tremenda conjunción originan una durísima e inarmónica acumulación sonora, que evocan las realidades más escalofriantes del mundo inferior.

Digámoslo ya sin paliativos: los dos primeros y cuarto movimientos de esta sinfonía increíble (por la genialidad y clima existencial que generan) nos evocan, a poco que seamos mínimamente conscientes de su naturaleza, la realidad del Infierno, escrito así, con mayúscula, como ámbito donde se concentran las más espantables y peores circunstancias vivenciables, para pavor integral de las criaturas que lo pueblan, si nos atenemos a la revelación de las Escrituras bíblicas, pero también a leyendas que hallamos en otras culturas.

El Infierno, como ámbito del odio a Dios y la negación total de lo verdadero, lo bello y lo bueno, como trasinferior habitáculo de demonios y condenados, ha atraído a músicos y artistas plásticos que han plasmado en algunas de sus obras la visión terrible de ese reducto de lo espantoso, al que, antes que nadie, y aparte de la referencia a la Sagrada Escritura, se refirió genialmente el gran poeta florentino Dante en su máxima obra, La divina comedia.

En ella, hace aparecer sobre su entrada, un cartel con una terrorífica afirmación: “Lasciatti ogni speransa” (Dejad aquí, toda esperanza). Es la esencia de la condenación: pérdida y alejamiento definitivos de la amistad con Dios y hundimiento en las peores consecuencias del pecado original y los personales. Es el hecho de caer en la que el Apocalipsis llama “Segunda muerte”, la muerte definitiva sin posibilidad de recuperación.

No es ésta la ocasión para entrar en disquisiciones doctrinales. Aceptamos esta realidad tal como nos la presenta la Biblia, en concreto un pasaje del Nuevo Testamento, con palabras de Jesús de Nazaret: “Lugar de las tinieblas exteriores, donde será el llanto y el crujir de dientes” (Mt. 24, 51), destierro del que, según la revelación, vino a librarnos el mismo Dios en su Verbo encarnado, Jesucristo.

Y esta tremenda realidad es la que sentimos que logró expresar Mahler al componer su 6ª sinfonía, que culmina en tres violentos, sordos y espantables golpes de maza, un conjunto que hace caer a la orquesta en un marasmo sonoro de aplastante dureza. El bellísimo tercer movimiento, un melódico andante moderato, con su infinita sublimidad, no es sino la queja de enorme dolor y sufrimiento que padecen los condenados a las penas eternas. Esta compleja conjunción de sonidos pone en el ánimo una sensación agobiante de pánico ante el desdichado horizonte que va mostrando el compositor. Además, evoca obras plásticas que representan esa irreparable situación existencial, la condenación.

Suprema figuracióndel infierno: el geniode Miguel Ángel

Los terribles pasajes de la 6ª sinfonía de Mahler, que estalla en un pandemonium de alaridos y arrebatos violentos, puede ser una formidable evocación del Infierno, tal como se ha representado en el arte. Y, entre todas las posibilidades, la sensibilidad hace surgir la abrumadora visión del Juicio Final, con el que el genio de Miguel Ángel cubrió la pared frontal de la Capilla Sixtina.

Digamos, ante todo, que Miguel Ángel era y se estimaba escultor y tallista de la más noble de las piedras, el mármol. Su escasa estimación de la pintura le hace calificarla como “arte para vagos”. Pues bien, las vicisitudes de su existencia lo condenaron a ejercer como pintor y no escasamente. Tuvo, en cierto modo, la desdicha de tropezar con una personalidad impositiva y casi tiránica: el Papa Julio II. Este Pontífice quiso convertir uno de los espacios más nobles del Palacio Vaticano en un ámbito donde se expresaran del modo más excelente los misterios de la Redención: la Capilla Sixtina hecha restaurar por otro papa descollante, Sixto IV, del que tomó nombre, y que llamó para decorar sus dos grandes espacios laterales a los mejores artífices del Renacimiento: Sandro Botticelli, Pietro Perugino, Pinturicchio, Domenico Ghirlandaio, Cosimo Rosselli y Luca Signorelli. Estos representaron en el lado izquierdo la historia de Moisés, y en el lateral derecho escenas de la vida de Jesús. Las pinturas se concluyeron el año 1482. Julio II quiso completar la decoración de la Capilla cubriendo de pintura la enorme bóveda, de mil metros cuadrados. Y llamó al que estaba considerado como el máximo artista de su tiempo, Miguel Ángel Buonarroti.

El gran escultor se excusó aduciendo su nulo interés por la pintura, pero no le sirvió de nada; el papa le impuso la tarea de cubrir, con pintura al fresco la amplísima bóveda, en la que quiso que se representaran escenas inspiradas en los primeros capítulos del Génesis, la creación, el pecado original y expulsión de Adán y Eva, el diluvio universal, todo ello flanqueado por las imágenes de profetas y ángeles.

El trabajo de Miguel Ángel fue agotador. Durante cuatro años, de 1508 a 1512, hubo de trabajar en unas condiciones físicas y espaciales de lo más adversas, una bóveda curva con lunetos. El florentino hizo su tarea sólo, sin ayudantes, salvo algunos operarios que extendían la masa fresca en la que plasmaba sus creaciones. Tenía que pintar tumbado boca arriba, la pintura le resbalaba cayéndole en el rostro y vestidos.

El juicio Final: el infierno y los condenados

No vamos a entrar en el análisis de aquella magna obra. Digamos sólo que su estilo revolucionó la iconografía tradicional renacentista. Y advirtamos que, en realidad, pintó esculturas; al sentirse escultor, su gran capacidad artística y dotes para el dibujo le llevaron a representar figuras con enorme relieve; no hay plasmación planimétrica en ningún caso. Miguel Ángel pintó desnudos, formas físicas de flamante y dinámica plasticidad que parecen salirse del plano donde se ubican.

Pero nuestro interés se dirige a otro gran espacio en el que el genial florentino plasmó una de sus más descollantes creaciones. Entre los años 1536 y 1541, pintó el Juicio Final en la pared del altar, por encargo de los papas Clemente VII y Pablo III. Una creación de cualidades singulares, no sólo por la calidad de su obra sino por la expresividad que reflejan todos sus personajes, que tienen, además de esa pregnancia escultórica, el influjo de una visión de rasgos medievales y hasta precristianos, por el estilo con que aparecen muchos de ellos. Ante todo, el Señor. La figura de Cristo es imponente y de su ademán emana un vigor, empuje y fortaleza que casi paralizan de asombro el ánimo del que lo contempla.

Este Jesús corresponde al estilo revelado en el anuncio de su segunda venida, hecho por Él mismo. Es una aparición triunfal, hasta aplastante por su poder. Su hercúlea anatomía y el gesto dominador con que se manifiesta hacen pensar más en un Júpiter tonante que en el Redentor cristiano. Y este carácter se impone en todo el conjunto de personajes.

El clima emocional que domina la obra es el temor, el pasmo ante el veredicto del Juez Supremo. Y hasta los salvados muestran temerosos como trofeos los signos de identidad y excelsitud. Un San Lorenzo con la parrilla, y, sobre todo, el San Bartolomé con el despojo de su piel en la que el genio se retrató.

Y hay que destacar, como imagen dominada por el temor, la figura de María. Ningún artista se ha atrevido a representar a la Virgen tal como la plasmó Miguel Ángel. Aquí no tenemos una Madre en actitud de ruego o de adoración. María sujeta su vestimenta y vuelve el rostro hacia el lado opuesto al que ocupa su Hijo. Y lo hace con un gesto poseído de temor. Un icono del santo temor de Dios como nadie lo había plasmado ni ha vuelto a hacerlo.

Pero nuestro interés dominante, al hilo de los espantos sonoros surgidos de la mente atormentada de Mahler, mira a la parte inferior de la gran pared. Allí se está desarrollando la tragedia del hundimiento de los condenados en las profundidades infernales, empujados violentamente por espantables demonios.

Y en este espacio podemos contemplar los gestos imaginables del horror, el pavor, el pánico, el duelo del destino irrevocable que supone la condenación eterna. El gesto dominador del Juez Supremo es a estas figuras desesperadas a quienes arroja al espanto infernal. El pandemonium sonoro mahleriano no tiene mejor evocación que la de este Infierno eterno que plasmó el gran Miguel Ángel.

El contraste. Un infiernode belleza manierista:Montañés

Mas la imagen de la desdicha suprema que representa la condenación al tormento del infierno tiene también, como contraste con la espantable genialidad del irascible genio Buonarroti, una expresión que estimamos igualmente genial, pero diferente, por obra de otro maestro de las bellas artes, de la escultura en este caso: el español y jaenés imaginero afincado definitivamente en Sevilla, tras su periodo de formación en Granada, que fue Juan Martínez Montañés, conocido en su tiempo como “el dios de la madera”.

Montañés plasma en su extensa obra una enorme variedad de imágenes impregnadas estilísticamente de la serenidad y equilibrio manierista, y rebosantes de la unción sagrada, que lo elevó a definitivo maestro de la imaginería andaluza centrada en la escuela sevillana.

No vamos a extendernos en ponderar el asombroso mérito de este genio. Nos ocupamos de una de sus más eminentes creaciones, el retablo mayor de la iglesia jerezana de San Miguel, en el que plasma la escena de la condenación de los ángeles rebeldes, bajo la figura de excelsitud del Capitán de los ángeles fieles, Micael.

¿Cómo resuelve Montañés el encargo de representar acontecimiento tan capitalpara la historia de los planes de Dios, como fue la rebelión de Luzbel, el más bello e inteligente de los ángeles, según la tradición, de cuya terrible consecuencia (el odio contra Dios y su criatura terrena, el hombre, al que lleva a rebelarse igualmente)? No tenemos más referencia que unas pocas líneas del Apocalipsis (Ap. 12, 7-9).

El maestro imaginero no podía, en cierto modo, renunciar a su intrínseco estilo manierista, con su rasgo de natural tributo a la belleza. Tal vez Montañés pudo conocer estampas del Juicio Final, de Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina, con toda su terribilitá. Pero acierta a resolver el problema tomando como tema destacado de su gran retablo un momento: el instante en el que se inicia el fenómeno de la condenación de los ángeles rebeldes y su caída en la fealdad diabólica, aún conservan algunos de ellos, mucha de su original belleza. Esto permitía al maestro modelar unas figuras de anatomía aún hermosa, si bien ya aparecen rasgos demoníacos y se manifiestan gestos de horror ante su caída en desgracia.

En el relieve central de la calle inferior, aparece la figura de juvenil belleza y apostura del arcángel Miguel, con atuendo militar greco-romano, armadura y yelmo, que lleva en su mano derecha, como los dos ángeles que lo flanquean, un haz de fuego que se disponen a arrojar sobre los rebeldes, que están sufriendo una atroz transformación en demonios. En el centro de este grupo de ángeles malditos se halla Luzbel, pero ya Lucifer o Satanás, que el imaginero ha modelado con un cuerpo de extraordinaria belleza y perfección, mas ya en el comienzo de su caída en desgracia, que se refleja en el angustiado gesto e inicio de cornamenta que surge en su frente.

Debajo del Capitán angélico, talló Montañés cinco figuras de ángeles rebeldes, en torno a la de Lucifer. Las tres imágenes inferiores mantienen aún rasgos corpóreos de perfección, pero ya se han transformado casi por completo en ángeles condenados, tal como aparece en sus rostros dominados por la fealdad y el horror.

¿Podemos identificar, de algún modo, estas imágenes bellas, mas poseídas por el pánico, con algo de la sinfonía trágica mahleriana? Pensamos que sí: El tercer movimiento, un andante moderato de bellísimo lirismo, pero de acentos como un prolongado lamento, podría transmitirnos los gemidos de angustia de los ángeles condenados irremisiblemente. Así pues, nos hallamos ante la música que puede estimarse como los alaridos y lamentos del pavor de la condenación eterna.

Fuente

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