A veces, la vida te somete a divertidas dualidades, cosas que, cuando ocurren individualmente, forman parte de un devenir cotidiano pero, al coincidir con otros devenires vitales originan una travesura valiosa, casi trascendente. En una ciudad lejana coincides con un vecino en la misma parada de autobús y es imposible no mencionar eso, que el mundo es un pañuelo. Otras veces, al volante, increpas al coche que se ha colado ‘por la cara’ y entonces, le pitas, y maldices cada una de las piedras del camino, esas dificultades de la vida, a veces tan puñetera. Levantas los ojos, y resulta que quien se coló es un compañero del trabajo con quien tienes una reunión media hora después y él, igual que tú, llega tarde a la oficina. Cada uno de nosotros tenemos esas pequeñas coincidencias que nos brinda la existencia. Son pequeños guiños que aparecen de bruces, como para acrecentar nuestra capacidad de sorpresa, o resiliencia. Qué no decir cuando tienes un libro, un café humeante entre manos, y media hora solo para ti, pero de repente un anciano cae y resulta que quien le socorre en la cafetería es alguien que dabas por desaparecido. Y todo ocurre en la misma escena.
Yo experimenté la doble sensación de estar gestando una novela y un hijo, a la vez; crecía la barriga, la extensión de lo escrito. Dos maneras de dar a luz al tiempo. También recuerdo la coincidencia de El Camino de Santiago, y el día de mi cumpleaños. Extraña casualidad. Un lujo el pisar la tierra donde nací, donde aprendí a caminar, a mirar hacia horizontes amplios que se abandonan en océanos o ríos que llevan a otros países en un aleteo de pestañas, sin complejos. El Camino De Santiago, cualquier camino en realidad, te posa sobre la tierra, paso a paso y te hace ver que naces en cada intento y que tu hazaña no es nada comparada con la satisfacción tan grande de sentirte un árbol más, una piedra, porque las piedras no siempre llevan al tropiezo sino que alegran la vista, y conviven juntas en una sola montaña.
Recuerdo a María Zambrano hablando del cumplimiento en Claros del bosquey pienso que, caminar kilómetros te hace sentir que realizas eso, la virtud que llega tras un esfuerzo por querer entrar en espacios más anchos, a veces indefinidos y, si se va a la aventura, como yo, desde luego nada predeterminados. Bonita coincidencia, la naturaleza y tú, siendo ambos paisaje tal cual lo vemos: agua, tierra, camino, palabra, luz. Y, de repente, estas piedras y los buenos deseos.
Las piedras nos hablan de la confusión de la vida. Nos recuerdan que ningún hombre puede vivir aislado, acompañado solo de su soledad. Ningún hombre es una isla, como nos dice el poeta inglés John Domme (1572-1631) en su composición Las campanas doblan por ti, una poesía que escribió hacia el año 1623 y con la que se pregunta qué alcanzamos a ser los humanos si no miramos al resto de nuestros semejantes. Este poema, que inspiró a Ernest Hemingway a la hora de escribir ¿Por quién doblan las campanas?, rinde homenaje a la fraternidad de la humanidad y a la interdependencia de los humanos que coinciden a veces por casualidad, como si fueran un montón de piedras depositadas en un mismo lugar.