Anoche Diego Presa presentó su último trabajo discográfico “Flor abierta” en el Auditorio nacional del Sodre (sala Hugo Balzo) con un escenario a nivel del piso y un disco a nivel del artista. Como es de esperarse, cargado de poesía, y rutas directas al interior de cada uno.
Se respiró una atmósfera de desolación, ternura, tristeza, amor y desamor.
Junto a una voz que juega, baja, salta, se arrastra, susurra, que dice sentirse atraída por el costado más poético de la música, que interpela con su profundidad. Una voz que me recuerda a Dino, a Darno, a Leonard Cohen con interpretaciones que tienen algo de ciudad (y algo de casa), con tonos que tocan las partes esquivas de las sombras, con un sentimiento de melancolía constante.
Su mística, sus acordes llevados a veces a tiempo de milonga a veces a otros tiempos y géneros (pop-rock ochentoso, un valsecito, algo de post punk) guitarras criollas, baladas, ladridos, violines y vientos, la piel deseante. Sin dudas una noche intensa para quienes al igual que él, cargan con secretos íntimos, de instinto agresivo, violento, visceral.
Una noche con varios tipos de pausas; las de sus canciones. Las que dieron pie a invitados (violín, saxo y clarinete). Las que Presa forma entre los muertos (la ausencia, la falta, la insuficiencia) y los vivos. Y la que realizó junto a la banda luego de finalizados los 11 temas que fueron presentados en el mismo orden que en el álbum. Pausa esta última que dio lugar a un cambio de vestuario y temas viejos como “venime a buscar” a pedido de Hugo, o un Bis propiamente dicho con “El mundo es una canción que no te gusta” (quinto tema de su nuevo disco), porque un tropezón no es caída, y esta canción merecía ser escuchada dos veces.
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