Escribir o enseñar a escribir, ¿esa es la cuestión?

Siempre respondo de la misma manera: las dos actividades me hacen disfrutar y aprender; se retroalimentan; sufro con ellas; me dan de comer; me divierten; me cansan; me dan la oportunidad de compartir con otros mis inquietudes, mis deseos, mi visión del mundo y ponerlo todo en entredicho. Las dos actividades me complican la vida.

Acabo de releer el inicio del párrafo anterior y me doy cuenta de que debería haber dicho que siempre me escapo de la misma manera. Reconozco que son palabras poco comprometidas. Resultonas, para salir del paso, que hacen que me sienta bien, aunque no respondan exactamente a lo preguntado. Es, también, una respuesta tramposa que busca tantear hasta dónde está dispuesto a llegar mi interlocutor. En la mayoría de las ocasiones, después de esta huida, o bien la conversación se agota y se cambia de tema; o bien, tirando del mismo hilo, nos lleva a concretar y hablar de cuestiones más específicas. 

Poco antes del verano, en un encuentro con jóvenes en un instituto, ocurrió algo diferente alrededor de esta pregunta. Por regla general es de las primeras cuestiones que surgen al empezar los encuentros, pero en este caso justo acababa de proponerles que escribieran una historia a partir de una metáfora que ellos mismos habían creado, cuando una chica de dieciséis años que no dejaba de dar vueltas a su bolígrafo entre los dedos la lanzó. No pensé mucho y acudí a mi respuesta tipo, a fin de que la audiencia no se distrajera demasiado. Me había costado un esfuerzo meterlos en la dinámica del taller y no quería perderlos. Ella me escuchó atenta, pero en absoluto dio por zanjado el asunto:

—Vale. Pero, si tuvieras que elegir ¿con cuál te quedarías?

No había provocación en su tono ni en sus ojos marrones, era una mirada sincera, interesada y exigente, que sostenía la mía con el exceso de confianza que da la juventud y el sentirse en territorio seguro. Aprovechando que estábamos trabajando la metáfora, le dije que me gustaban las ventajas de la custodia compartida y disfrutar de los mimos de papá y de mamá.

Me aguantó unos segundos más la mirada sin cambiar el gesto, dejó de girar el bolígrafo en su mano y, aunque estaba claro que mi respuesta no le había convencido, no insistió. Sus compañeros y compañeras, como me temía, aprovecharon para volver a las conversaciones, comentarios y sonrisas, lo que hizo que el profesor dijera dos o tres nombres en voz alta, diera un par de palmadas… y todo siguiera igual. Volví a recordarles cuál era la tarea que les había encomendado y, entre rumores y cuchicheos, se pusieron a escribir.

La chica de los ojos marrones iba lanzada. Su mano se deslizaba sobre el papel a mayor velocidad de la que tenían sus pensamientos. A su alrededor, el run run de los murmullos poco a poco se fue acallando, hasta que se produjo ese instante mágico en el que el silencio toma las riendas sin que nadie lo imponga y todo encaja. La maquinaria se engrana y todo fluye. Ocurre siempre, más tarde o más temprano, da igual lo alterados que estén los asistentes. Es un momento al que he asistido muchas veces, que podría compararse al instante en que, en invierno, un lago helado hace ¡crack!, se asienta y ya puede patinarse sin peligro; a cuando la nata está bien montada y sabes que, si das la vuelta al recipiente, no se va a caer. Aquellos chicos y chicas se habían lanzado sin vértigo a escribir, se deslizaban sin miedo. Habían soltado lastre y volaban

Justo en ese momento, la chica de los ojos marrones levantó la cara del papel. Estaba muy cerca de ella y pude ver cómo tenía las pupilas dilatadas. Tenía la sensación de que me estaba mirando, pero no me veía. Sus ojos y su pensamiento estaban en otra galaxia. 

Todo ocurrió en apenas un parpadeo. Como el Halcón Milenario cuando alcanza la hipervelocidad, algo en esos ojos se deshizo en millones de partículas de luz y, al recomponerse, esa chica había cruzado a otra dimensión. Retomó entonces la escritura con la misma fluidez, pero de una manera más ordenada. 

Acababa de asistir a una epifanía, un instante de creación total.

Llevo más de quince años dedicándome profesionalmente a la literatura. En ese tiempo he publicado libros, adoptado una gata, me he formado, me han invitado a eventos culturales, he viajado gracias a la literatura, me han entrevistado, he borrado manuscritos, he recibido más rechazos que aceptaciones, he firmado mis libros en ferias y librerías… Podría decirse, pues, que cumplo con todos los requisitos para considerarme escritor

Aun así, esa palabra —escritor— preside la pared de mi despacho. Ocho letras de madera que me lo tienen que recordar cada vez que levanto la vista del ordenador.  

En cambio, el destello de esos ojos, su energía, se han quedado dentro de mí. Nadie tiene que recordármelos. Ahora, cada vez que propongo un ejercicio creativo en un taller, lo hago con la esperanza de que aparezca otro par de ojos que se deshaga en luz y se reintegre en ese momento de escritura total. Y tengo que decir que ha ocurrido varias veces, lo que me lleva a pensar que venía ocurriendo antes, aunque yo no me diera cuenta.

Escribir o enseñar a escribir. Sigo pensando que no es necesario optar. Lo cierto es que me cuesta concebir lo uno sin lo otro. Pero, si a pesar de todo tengo que elegir, chica de los ojos marrones, acaricio a mi gata, cierro el ordenador y me quedo contigo.

Fuente

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El Maracaibeño es un periódico literario y cultural fundado por Luis Perozo Cervantes, cuyo primer y único número impreso fue lanzado el 8 de septiembre de 2014, bajo el lema “El nuevo gentilicio cultural”. Su creación surgió como respuesta a la necesidad de un espacio dedicado a la promoción y difusión de la cultura en Maracaibo.

El 1 de octubre de 2017, El Maracaibeño dio un paso importante al transformarse en un diario digital, convirtiéndose en el primer periódico de la ciudad enfocado exclusivamente en la cultura. Con su nueva versión digital, adoptó el lema “Periódico Cultural de Maracaibo”, extendiendo su alcance a todo el país.

Este periódico es una propuesta respaldada por la Asociación Civil Movimiento Poético de Maracaibo, que busca fomentar un periodismo cultural que contribuya a la construcción de una nueva ciudadanía cultural en la región. El Maracaibeño se posiciona como un vehículo para llevar las noticias más relevantes de la cultura, desde críticas de arte hasta crónicas y ensayos, cubriendo así una amplia gama de expresiones artísticas.

El Maracaibeño no solo es un medio informativo, sino un símbolo de la riqueza cultural de Maracaibo, llevando a sus lectores las noticias más importantes del ámbito cultural, tanto local como internacional.

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