Lluís Homar dirige una versión colorida de este auto sacramental de Calderón en el Teatro de la Comedia
¿Qué hacemos con los autos sacramentales hoy en esta sociedad nuestra tan secularizada ya? Si les quitamos la fiesta y nos quedamos con el trasfondo, está claro que podemos encontrar una rica simbología y que podemos hallar remisiones fértiles; pero el didactismo que expele también posee un hálito de rancia catequesis. Fuera del Corpus Christi, de la iglesia, dentro de un teatro a la italiana, inmersos en la sociedad de consumo, aunque los valores propuestos sigan teniendo validez, por supuesto; sin vida religiosa, lo sacramental se desmenuza. Ya intentó darle Carlos Tuñón otro brío a la pieza de La vida es sueño y Xavier Albertí le dio ritmo de cabaret a El gran mercado del mundo. Ninguna de las dos me satisfizo.
Se puede afirmar que el tópico del theatrum mundi ha cobrado vigor en estas décadas contemporáneas debido a los distintos dispositivos tecnológicos con los que convivimos. Eso ha propiciado una especie de fantasmagoría repleta de seres virtuales, de avatares y de cambios de identidades. La cuestión es que observar nuevamente este auto sacramental de Calderón como si todavía pudiera transmitirnos esa doctrina católica, producto del Concilio de Trento, se torna complejo. Recordemos cómo la polémica De auxiliis enfrentó a los teólogos jesuitas con los jansenistas en relación al libre arbitrio que estos últimos negaban.
Nuestro dramaturgo áureo apostó, como sabemos, por la libertad; sin embargo, no se abandona plenamente el determinismo remarcado por el ser omnipresente. Convengamos que se plantea avant la lettre ese motivo de la metateatralidad, donde el creador, el escritor, se inviste de Dios, tal y como hicieron Unamuno y Pirandello. De este modo, reconocemos las formas y hasta nos resultan habituales.
Al principio, los ritmos de batería que produce Pablo Sánchez permiten instaurar una atmósfera de misterio realmente ilusionante. Una buena idea de dirección por parte de Lluis Homar para que la entrada del Autor no sea tan abrupta con su lenguaje culteranista. Esa será la gran pretensión, fomentar una ambientación que nos mantenga en ese estado de fantasía. Antonio Comas, vestido por Deborah Macías como un ser híbrido caracterizado por elementos naturales, aparece. Este Dios sentencioso nos golpea con unos hipérbatos insondables; aunque su afabilidad nos deja adentrarnos en el meollo. Nos describe el Mundo, y lo reclama. Este lo acoge Carlota Gaviño, que resulta ser la más dinámica del montaje. El objetivo es crear una fiesta donde los humanos representen un espectáculo. Será el Señor quien otorgue los papeles. Después será el Mundo quien vaya entregando adminículos diversos que configuren el personaje, casi como un juego de niños, donde cada uno aceptará con alegría o a regañadientes lo que le haya tocado. «Solo no vestiré al pobre, / porque es papel de desnudo», y por esta razón Clara Altarriba se quedará con versos sustanciosos, pues no acepta su posición, y la actriz se planta con gran arrojo.
Que Elisa Sanz haya situado una pasarela central por el pasillo hasta el escenario y que se aprovechen algunos palcos para tirar las líneas (así escuchamos a Chupi Llorente gritar el título de la susodicha función en la que están enfrascados: Obrar bien que Dios es Dios) logra intensificar un tema que, inevitablemente, se agosta, y se vuelve plano. Vale que algunos le pongan su habitual gracia, como así se emplea Pablo Chaves, quien hace orgullosamente de Rico. O, Pilar Gómez, que, en sentido contrario, se lamenta, y mucho, de cargar con el Labrador. Por otro lado, Jorge Merino se queda con el Rey, y se pliega con gusto y con honor a los dictámenes divinos. Resulta significativo que todo ese elenco humano anhele ensayos previos; pero que el mismo Autor-Dios no lo conceda, pues: «Para eso, común grey, / tendré, desde el Pobre al Rey, /para enmendar al que errare /y enseñar al que ignorare, / con el apunto a mi Ley…». Donde se remarca ─saquemos alguna lección valiosa─ que el todopoderoso tiene la capacidad de intervenir en cualquier momento: puro teísmo (que luego matizará, cuando el asunto se resuelva con errores). Por otra parte, el tópico clásico del collige, virgo, rosas, aplicado a la belleza, lo padece Yolanda de la Hoz, quien carga soberbiamente con la Hermosura y todas esas flores que pide para recrear su personaje. Ella se mostrará más elocuente, cuando sufra la decadencia inevitable con el paso del tiempo. Será Aisa Pérez quien se quede con uno de los caracteres más interesantes y discursivos, pues la Discreción va dando cuenta de la moral cristiana más piadosa («Yo no he de salir de casa / ya escogí esta religión / para sepultar mi vida»). La actriz desarrollará su rol con una serenidad muy pertinente. No obstante, poco papel le queda a Malena Casado que hace de Niño.
Aceptaremos que el desenlace transcurre con bastante estatismo. Los personajes que consiguen acceder a la mesa para celebrar la eucaristía demuestran la conclusión de ese juicio que se establece en la representación teatral que han acogido. Así los espectadores considerarán si las enseñanzas así manifestadas nos persuaden o si únicamente nos debemos quedar con el colorido y los ritmos musicales, es decir, con las apariencias que, como en el Barroco, hoy tanto importan.
Dirección: Lluís Homar
Composición y dirección musical: Xavier Albertí
Dramaturgia: Xavier Albertí, Brenda Escobedo y Lluís Homar
Reparto: Clara Altarriba, Malena Casado, Pablo Chaves, Antonio Comas, Carlota Gaviño, Pilar Gómez, Yolanda de la Hoz, Chupi Llorente, Jorge Merino, Aisa Pérez y Pablo Sánchez
Voz y palabra: Vicente Fuentes
Escenografía: Elisa Sanz
Iluminación: Pedro Yagüe
Vestuario: Deborah Macías
Movimiento: Pau Aran
Ayudante de dirección: Vanessa Espín
Ayudante de escenografía: Sofia Skantz
Ayudante de iluminación: Paloma Cavilla
Ayudante de vestuario: Victoria Carro
Ayudante de movimiento: Oscar Valsecchi
Producción: Compañía Nacional de Teatro Clásico
Teatro de la Comedia (Madrid)
Hasta el 24 de noviembre de 2024
Calificación: ♦♦
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