Cuando empieza el año, uno se hace promesas que quiere cumplir. Cuando se soplan las velas en el día de tu cumpleaños, se cierran los ojos y se piden más deseos como si fueran regalos extra que ampliaran las expectativas de todo cuanto ya se ha recibido.
En septiembre, cuando en nuestra memoria aún permanece el olor del plástico al forrar los libros nuevos del curso escolar, trasladamos ese ímpetu del pasado y nuevamente nos marcamos también deseos laborales; más objetivos. Sólo es en verano, ahora, cuando no se pide nada, sólo se exige. Se exige tiempo para zambullirse sobre lo que a cada uno le apetezca. Se instala una cierta insolencia que desautoriza todo lo que suene a productividad. Sin embargo, la vida, siempre sorprendente, nos regala un balde de agua fresca y jabón una tarde cualquiera. Así es el verano, nos trae lo que normalmente no se pide, ni al soplar las velas en el día del cumpleaños, ni al empezar el año, ni en la vuelta de agosto. El verano nos refresca las ganas.
Es un deseo inesperado el querer meter las manos en un balde con agua y jabón y frotar las manchas de las prendas con ahínco para recuperar aquel color blanco que existió una vez y que el resto del año pasó inadvertido. Es un placer inmenso reposar una lectura, levantar los ojos, y ver cómo juegan esos paños de cocina en la cuerda cuando el peso del algodón comienza a ser ligero, y pueden ya bailar abrazados a las pinzas. En este instante, cuando todo pudiera parecer banal, el recuerdo del olor de la lejía, eso tan repudiado, nos habla del deseo más encendido, un cóctel que une la ilusión y la mente activa. Y saber reír sin prisa cuando nada en especial ocurre, y, sin embargo, es todo. Uno está contento porque ya no tiene miedo a la calma.
La aceleración del tiempo es una constante histórica desde mediados del S. XVIII. Desde entonces, la urgencia cotidiana ha ido llevando al ser humano a una sensación de inmovilidad que le deja sin energía para despertar iniciativas que hablen, por ejemplo, del disfrute del cuidado. La meta es avanzar hacia el siguiente objetivo. La prisa, la constante velocidad hacia delante no deja tiempo para pensar, sólo actuar.
La calma, en cambio, nos habla de un ser que no se ha abandonado a sí mismo, sino que cuestiona, resiste, filtra, interpreta. La calma, igual que la templanza, además, nos habla de armonía, y por tanto, de equilibrio. Por eso el estío, para algunos, nada tiene que ver con la modorra, la pachorra y más palabras con doble erre que resuenan, efectivamente, como chicharras en una noche de verano.
Es increíble descubrir cuánto regalan estos meses del año. Si uno se pone a pensar, hay veces que es mejor no pedir deseos concretos, porque ese descanso despierto, y activo, es una dicha en sí misma en la que no se detienen quienes se conforman con playas de color azul turquesa y caracolas de mar abandonadas en una opípara mesa con mantel y puesta de sol. Si hubiera deseos estivales, se podría pedir que se recordase de una vez por todas que la calma no es algo peyorativo, o aburrido, más bien al contrario, es chispeante, animada, y, efectivamente, nos brinda momentos plenos bien sujetos a una pinza de madera, un día cualquiera.