
Pero no puedo hacerlo, porque, por supuesto, esta situación que he narrado no es real. No hay ningún autor ni autora fantasma acechándome en la lectura.
Lo que acabo de describir es, en realidad,la sensación que tengo cuando un libro es demasiado explicativo.
En los cursos de escritura se repite hasta la saciedad que no debemos abusar de las explicaciones. Cuando era alumna, interioricé esto como un mantra esencial. «Confía en los lectores», me decía. «No lo expliques, muéstralo», rezaba. Estaba convencida de que eso le daba un valor añadido a las historias, que las hacía más vivas, más reales, más envolventes. No ha sido hasta hace poco que me he dado cuenta de que no es solo una cuestión de valor añadido: es que realmente, el exceso de explicaciones puede arruinar la experiencia de lectura.
Pero por algún motivo, a menudo insistimos, como escritores, en dejar las cosas muy, muy claras. En contarlo todo, sin excepción, sin dejar el más mínimo margen al subtexto o a la reflexión propia, haciendo a los buenos muy buenos, a los malos muy malos y a las tramas muy masticadas.
Esta especie de sobreprotección con el público siempre me hace pensar en Jim Henson y la películaCristal Oscuro (de esta historia tan bonita ya he hablado enotro artículo). Cuando la película salió, hubo bastantes personas quejándose de que se vendiera como una película infantil cuando era demasiado oscura y siniestra para la infancia. Esas quejas sucedieron, la película salió adelante y el público infantil la adoró. Porque los niños pueden disfrutar de la oscuridad, pueden entender la muerte y pueden conectar con lo inquietante. De la misma manera,los lectores pueden comprender por sí mismos una metáfora, seguir una trama compleja, leer entre líneas y conectar con personajes grises.
Y si resulta que alguien no puede, no será el fin del mundo. Cuando una historia está bien escrita y funciona, lo más probable es que deje un poso inevitable, una sensación a la que quizá alguien no pueda poner palabras pero que seguirá sintiendo. Creo firmemente que, en el arte, lo más importante es lo que sentimos, muy por encima de lo que somos capaces de razonar. El valor de una metáfora es su capacidad de provocar un sentimiento, independientemente de si los lectores son capaces de encontrar el significado preciso de esa metáfora.
Dicho de otro modo:si no eres capaz de confiar en tus lectores, al menos confía en tu historia. Confía en que aquello que has dejado entre líneas provocará sensaciones. En que los personajes que has construido cobrarán vida. En que la trama será comprendida porque está bien construida, no porque la expliques una y otra vez. Y en que tu historia se valdrá por sí misma sin necesidad de que le añadas nada.
En un nivel distinto de sobre explicaciones podemos encontrar otro tipo de desconfianza en el público: el temor a que no esté de acuerdo con nosotros. Este temor es, desde luego, mucho más lógico y fundado que el temor a que no sea lo bastante inteligente, pero tiene el mismo resultado sobre la experiencia de lectura. Virginia Woolf lo explicaba muy bien enUna habitación propia:
Sin embargo, estaba enojado. Yo sabía que estaba enojado por este signo. Cuando leí lo que escribió sobre las mujeres, no pensé en lo que estaba diciendo, sino en él. Cuando un razonador razona imparcialmente, sólo piensa en la discusión; y sus lectores no pueden dejar de pensar en la discusión. Si hubiera escrito con imparcialidad sobre la mujer, si hubiera usado pruebas irrefutables para establecer su argumentoy no hubiera mostrado ningún deseo de una conclusión o de otra, yo tampoco me habría enojado. Yo hubiera aceptado el hecho de que una arveja es verde o un canario color canario. Amén, yo hubiera dicho. Pero yo me había enojado porque él estaba enojado.
Con una sencillez brillante, Woolf nos demuestra aquí que el empeño por hacer que el público piense y entienda exactamente lo que nosotros queremos es precisamente lo que lo aleja de la esencia de lo que escribimos.Si, como escritores, ponemos nuestro ego por delante del arte, eso será lo que los lectores vean: el ego, y no el arte.
Y si tratamos de limitar la libertad de reflexión del lector dándole, de nuevo, todo masticado y digerido (como si en lugar de una novela, estuviéramos vendiendo un panfleto propagandístico), lo que sucederá, muy a menudo, es que el lector nos verá. Nos verá con la misma claridad e impotencia que yo veía al escritor fantasma del principio de este artículo, con la misma furia con la que Virginia Woolf veía a ese autor enojado, y tras vernos deseará, como lo deseé yo, pedirnos a voces que le dejemos leer, que le dejemos pensar, que le dejemos sentir.
Pese a lo que pueda parecer, todo este alegato no es un ataque de ingenuidad. Soy consciente de quepuede haber personas que no entiendan exactamente lo que una historia quiere decir. Y personas que hagan su propia interpretación del mensaje subyacente. Y personas que simplemente lean. Sin hacerse preguntas, sin interpretar nada, sin llegar a conclusiones. Y eso está bien.
Como escritora, asumo queuna parte de mi historia deja de ser mía cuando la lanzo al mundo. No solo asumo esa realidad, la abrazo, porque me parece una de las cosas más bellas de la literatura: su capacidad para crecer por sí misma hacia los caminos más inesperados, para ser mía y a la vez tuya, para cobrar formas nuevas dentro de cada mente que la percibe y para hacerse libre y hacernos libres a los que la leemos.
¿De verdad queremos renunciar a esto por no confiar?